El verdadero
objetivo de la ofensiva británica y estadounidense es Europa, demasiado
próspera e igualitaria para el Imperio de la Avaricia. La ola de
refugiados ya está
En
marcha
por Israel Shamir
A principios del
otoño, cuando maduran las granadas, suelo visitar las ruinas de Safuria,
un arrasado pueblo palestino donde nació la madre de María, que aún
conserva la iglesia de Santa Ana, construida por los cruzados. Hace dos
mil años fue una importante ciudad, cuando bajo el nombre de Seforis se
negó a unirse a los judíos fanáticos y permaneció leal al Imperio. Fue
un hogar confortable para el rabino Judas el Príncipe, el hombre que
reinventó el judaísmo después de su colapso, así como para muchos sabios
cristianos y nobles romanos. Sobrevivió a los caprichos del tiempo hasta
que, en 1948, el ejército israelí lo destruyó. Sus vecinos se
convirtieron entonces en refugiados por campos dispersos y en el entorno
la cercana Nazaret. Los arbustos del pueblo muerto permanecieron vivos
al abrigo de los valles y ofrecen cada año cosechas de granadas, pero no
queda nadie para recogerlas, pues a los pobladores de los asentamientos
judíos construidos cerca de las ruinas no les preocupa el destino de
estos frutos ni el de los campesinos que las plantaron. En ese terreno
de desolación, entre árboles generosos cargados de frutas, hay también
un detallado suelo de mosaico que data del tiempo de los romanos y que
algunos denominan la Mona Lisa de Galilea. Consiste en miles de
piedrecitas de tonalidades diversas, que forman juntas un orgulloso y
alargado rostro de nariz recta, alto peinado y labios carnosos, rodeado
de un marco de hojas de acanto.
Este mosaico
siempre me trae a la memoria nuestro mundo maravilloso, ese placentero
mosaico de pequeños pueblos, verdes praderas, civilizadas megalópolis,
castillos y chozas, ríos y arroyos, iglesias y mezquitas. Cada una de
esas piezas del mosaico es fina, preciosa y perfecta. He visto muchas de
ellas y las amo todas: las islas de rocas bajas en el Báltico luminoso y
transparente, donde niños de pelo rubio saludan desde el embarcadero a
los navíos que pasan; la Francia profunda de Conque, pequeño caserío del
Macizo Central situado junto al viejo camino de Santiago, con un
estrecho río cantarín que bordea la colina, techos de pizarra y calles
pavimentadas hace miles de años; las cúpulas de las iglesias rusas en
las riberas del río Oka, donde muchachas con pañuelos de flores se
embeben de armonía; las voces hermosas de las niñas de Suzhou, que
reverberan en el patio del templo entre canales que se entrecruzan por
el sur de China; las casas barrocas de las factorías de tabaco en
Trinidad y el porte orgulloso de los cubanos bailando en las calles; los
hermosos cuerpos tatuados de los guerreros masai en torno al fuego en la
sabana Serengeti... Sí, nuestro mundo es maravilloso y está habitado por
gentes de buena voluntad.
Todo este complejo
armazón se ve ahora amenazado por las hostilidades que se avecinan, pues
la tercera guerra mundial no es sólo contra el Tercer Mundo. Esta guerra
empezó incluso antes de que la primera bomba cayera sobre el suelo
rocoso de Afganistán. Un millón de nuevos refugiados están en camino,
creando gran conmoción y desorden en Asia. No hay duda de que, tarde o
temprano, la ola de refugiados llegará a Europa. Cientos de miles de
ellos ya se dirigen hacia allí, hacia Rusia y hacia los relativamente
estables países de su entorno. Es fácil comprenderlos: dado que Estados
Unidos prometió utilizar armas nucleares contra sus hogares, las
poblaciones indefensas no tenían otro remedio que escapar de las zonas
consideradas como objetivo militar. Ningún control fronterizo será capaz
de contener su avance inexorable. Pakistán será el primer país, pero no
el último. Conforme Estados Unidos e Inglaterra planifican convertir su
cruzada en una larga guerra Œcontra el terror¹, cada vez habrá más
refugiados, hasta que, un día, el frágil tejido social de Europa quede
hecho añicos. Europa será invadida, como lo fue en su día el Imperio
Romano, y habrá de enfrentarse a una dura alternativa: establecer un
sistema de apartheid y discriminación o perder su identidad.
¿Será Europa una
víctima colateral de la furia estadounidense, al igual que lo es el
inocente peatón en un tiroteo de cualquier ciudad occidental? Me parece
a mí que Europa es más bien uno de los verdaderos objetivos de la
ofensiva que se avecina. No es eso lo que los ciudadanos ordinarios de
Estados Unidos desean, pero nadie les ha pedido su opinión. Las nuevas
elites gobernantes de Estados Unidos y sus socios y agentes en el
extranjero han añadido en su lista la destrucción de la próspera,
independiente y unida Europa. Este deseo se debe a una razón práctica a
corto plazo: Europa es un competidor de Estados Unidos, es demasiado
independiente y posee su propia moneda, que podría competir con el dólar.
Europa apoya una política más equilibrada en Palestina. Europa es
también igualitaria: en Nueva York conocí a un muchachito, procedente
del devastado Panamá, que trabajaba de mozo de ascensor, el cual le
servía también de vivienda. Esas cosas no se ven en Europa, pues Europa
todavía no adora al dios Mammón.
I
A las nuevas elites
gobernantes no les importa nada Cristo o Mahoma, es verdad, pero adoran
a otra deidad, Mammón. Hace dos mil años los fariseos apreciaban en gran
medida a este antiguo dios de la avaricia, tal como puede comprobarse en
el evangelio de San Mateo (6, 24): "Ninguno puede servir a dos señores,
porque o aborrecerá al uno y amará al otro o se llegará al uno y
menospreciará al otro, ya que no es posible servir a Dios y a Mammón".
Pero los fariseos se reían de Jesús, pues amaban el dinero [i] <mhtml:mid://00000713/#_edn1>.
Los acontecimientos posteriores hicieron que esta fe disminuyera y el
amor por Mammón pasó a llamarse Avaricia, uno de los pecados capitales,
condenado tanto por las sociedades cristianas como por las musulmanas.
Pero no desapareció
del todo. Dos mil años después Carlos Marx, un nieto del rabino Trier,
llegó a una conclusión revolucionaria: la fe en Mammón, esa religión que,
según sus palabras, Œpractican los judíos durante la semana¹, se
convirtió en la verdadera religión de las elites estadounidenses. Marx
citó aprobadoramente al coronel Hamilton: ŒMammón es el ídolo de los
yanquis, no solamente lo veneran de palabra, sino con toda la fuerza de
su cuerpo y de su alma. A sus ojos, la tierra no es más que un mercado
de valores y están convencidos de que no tienen otro propósito aquí
abajo que ser más ricos de sus vecinos¹. Marx concluyó: ŒEl dominio
práctico del espíritu judío sobre el mundo cristiano ha logrado en
América del Norte su expresión completa, sin ambigüedad alguna¹.
Para Marx, este
victorioso espíritu judío se basaba en Œla avaricia y el egoísmo, su
confesión era el negocio, su dios el Dinero¹ [ii] <mhtml:mid://00000713/#_edn2>.
Estas palabras de Carlos Marx, así como otras ideas, son conocidas, pero
su profundo significado espiritual no llegó a ser comprendido del todo.
Por una buena razón: hasta nuestros días, los dictados religiosos del
credo de la Avaricia no habían adquirido su expresión y resultaba fácil
imaginar a un capitalista que pensaba en su interés, pero que promovía
al mismo tiempo el bien común, tal como lo presentó Adam Smith.
Las cosas han
cambiado con el advenimiento del Œneoliberalismo¹. Las lecciones de
Milton Friedman han hecho salir del armario a los mammonitas, a los
adeptos a la nueva/vieja fe, que se diferencian de los avariciosos
ordinarios en que elevan la Avaricia al grado de Dios celoso, incapaz de
soportar a otros dioses. Los tradicionales hombres ricos no soñaban con
destruir su sociedad, se preocupaban de su tierra y de su comunidad,
querían ser los primeros entre pares y todavía se consideraban Œpastores
de hombres¹. Es verdad que los pastores también comen corderos, pero no
venden todo el rebaño al carnicero solamente porque el precio sea bueno.
Los mammonitas
consideran esto como una traición al dios Mammón. Tal como Robert
McChesney escribió en su Prólogo al libro de Noam Chomsky Profit Over
People[iii] <mhtml:mid://00000713/#_edn3>, Œexigen una fe religiosa en
la infalibilidad del mercado no regulado¹, es decir, una fe en el
egoísmo y en la avaricia sin límites. Carecen de compasión para la gente
con quien viven y no consideran que sus conciudadanos sean de su misma
clase¹. Si pudiesen eliminarlos y sustituirlos por pobres inmigrantes
para incrementar sus beneficios lo harían, tal como hicieron sus
hermanos en Palestina.
A los mammonitas no
les importa en absoluto el pueblo estadounidense, pero lo utilizan para
lograr el dominio del mundo. Su visión ideal de éste es arcaica, o bien
futurista: sueñan con un mundo de esclavos y amos y, para lograrlo, se
esfuerzan por destruir la cohesión de la unidad nacional y social.
Los pueblos que
permanecen en su tierra natal, se expresan en su lengua materna, viven
entre sus semejantes, beben agua de sus ríos y asisten al culto en su
iglesia o en su mezquita, no pueden ser convertidos en esclavos. Pero si
dicha tierra se ve un día invadida por oleadas de refugiados, su
estructura social quedará desmantelada y perderán su gran ventaja: la
sensación de pertenencia mutua, de hermandad, tras lo cual serán presa
fácil de los mammonitas.
II
Los afganos son
gente amable, fuerte, independiente y segura de sí misma. Se crían así
entre sus montañas y, como toda la gente serrana, son bastante tercos y
conservadores. El temor a los bombardeos estadounidenses les hace buscar
las tierras bajas de Holanda y las ciudades de Francia y, aun sin
quererlo, transforman irreversiblemente la tierra a la que llegan. Este
proceso empezó hace tiempo. Conforme las políticas globales de los
mammonitas destruyen los países pobres del Tercer Mundo, agotan sus
recursos naturales y sus medios de subsistencia, apoyan a sucios
gobernantes traidores y devastan su naturaleza, cada vez hay más
personas que se ven forzadas a integrarse en la corriente de refugiados
que se dirige hacia Europa y Estados Unidos.
Esta amenaza ya se
ha dejado sentir en Europa. La famosa periodista italiana Oriana Fallaci
publicó en el Corriere della Sera [iv] -el periódico más importante de
Milán- un artículo en el que lamenta el destino de una Europa inundada
de "hordas de musulmanes". Los inmigrantes le causan la misma impresión
que los guerreros germánicos le causaron en Ravena a un cortesano de
Rómulo. Dice Oriana que durante tres meses los musulmanes de "Somalia
desfiguraron, ultrajaron y llenaron de mierda la plaza mayor de mi
ciudad", que algunos "hijos de Alá" orinaban en los muros de la Catedral,
que guardaban en sus carpas colchones donde "dormir y fornicar" y
envenenaban la plaza con los tufos y vapores de su cocina. Añade además
que Florencia, "que fue en tiempos la capital del arte, la cultura y la
belleza", ha sido "herida y humillada" por "arrogantes albaneses,
sudaneses, bengalíes, tunecinos, argelinos, paquistaníes y nigerianos"
que "venden drogas" y andan ofreciendo prostitutas e implora por último
el apoyo de la cruzada que encabeza Estados Unidos con estas palabras: "Si
cae Estados Unidos, también caerá Europa [...] en lugar de campanas en
la iglesia habrá muezzins, en vez de minifaldas, chadors y, en lugar de
coñac, leche de camella".
Antes de deplorar
la actitud de esta mujer, examinaré los fallos de su razonamiento. La
señora Fallaci, que es una periodista de experiencia ya no muy joven, ve
en Estados Unidos un posible protector, en lugar del origen de su
problema y del de Florencia. Yo creo que más bien debería de temer la
victoria de Estados Unidos, no su caída, pues si termina por ganar su
guerra contra Afganistán, la pesadilla de Oriana podrá convertirse en
realidad.
No quiere darse
cuenta de que los refugiados e inmigrantes llegan a Italia porque sus
tierras fueron devastadas por Estados Unidos y sus aliados. Los
albaneses no la molestarían si la OTAN no hubiese asolado los Balcanes.
No vería sudaneses si Clinton no hubiera bombardeado Sudán. No vería
somalíes si Somalia no hubiera sido destruida por la colonización
italiana y la intervención estadounidense. Ni ella ni los
estadounidenses verían nunca un inmigrante palestino si los campesinos
de Safuria todavía cuidasen sus arboledas de granados.
Nadie, de veras
nadie, dejaría su propia tierra, con su peculiar naturaleza, su modo de
vida, sus amigos y sus parientes, sus lugares sagrados y las tumbas de
sus padres, a cambio del dudoso placer de acampar junto a los muros de
una catedral italiana. Al igual que los patitos adquieren su impronta al
empollar, los seres humanos nacen para amar su tierra natal. El joven
Telémaco, equiparando su rocosa y pobre isla con las extensas praderas y
ricos campos de Lacedemonia, le dice a su anfitrión: "Casi no tenemos
prados pero, aún así, yo prefiero nuestras montañas con sus cabras a
todas vuestras praderas, que serán buenas para los caballos" [v]. La
gente emigra cuando ve sus tierras devastadas. Los irlandeses no
hubieran dejado los verdes campos de su Eire, para mudarse a Chicago, si
no hubiera sido porque el gobierno inglés los obligó a salir a fuerza de
hambre. Mis propios compatriotas rusos no vendrían hoy a ocupar
Palestina si Rusia no hubiera sido aniquilada por las fuerzas proyanquis
de Yeltsin y Chubais.
Para el pueblo que
los recibe, la oleada de inmigrantes es una molestia en el mejor de los
casos y un desastre en el peor. No es culpa suya; todo es cuestión de
números. Carlos Castaneda pudo integrarse a una tribu indígena y
aprendió muchos de sus usos y costumbres, y yo estoy seguro de que
también esa tribu aprendió algo de él. Imaginemos ahora que miles de
chicos y chicas de Yale y de Berkeley buscaran unirse también a dicha
tribu indígena. Ésta desaparecería al verse incapaz de conservar sus
costumbres. Mientras que un solo inmigrante siempre será bienvenido y le
dará cierto color a la sociedad, la inmigración masiva se convierte en
un mal.
Ya vengan en calidad
de invasores y conquistadores o bien como refugiados, los inmigrantes
siempre alteran la sociedad que los acoge. Si son astutos, irán
desplazando a los naturales de las posiciones sociales interesantes e
importantes y crearán su propia subcultura. Si son violentos, quizá se
apoderen de la tierra por otros medios. Y si son humildes y tímidos,
harán derrumbarse el precio de la mano de obra. Ésas son las razones de
que, en circunstancias normales, los inmigrantes no estén bien
considerados.
Miguel Martínez, que
es un hombre de bien y un buen amigo y que fue quien mostró al público
de lengua inglesa el artículo de Oriana, se quedó comprensiblemente
horrorizado del racismo de esta mujer. Le asiste toda la razón: la
señora Fallaci habla como una racista, de forma parecida a Ana Coulter,
ese azote estadounidense de la "gente de color ceniza". Sin embargo,
Miguel no alcanzó a ver el poco de verdad que encierran las palabras de
Oriana. Cuando una persona ve su jardín invadido por bisontes, echa la
culpa a los pobres animales porque no alcanza a ver al cazador que, al
acosarlos, provoca la estampida de la manada. Dicha persona se equivoca
porque la culpa es del cazador, pero no por ello los bisontes habrán
dejado de estropearle el jardín. La inmigración masiva es tan dolorosa
para el inmigrante como para quienes lo acogen.
Sin embargo, no es
dolorosa para los mammonitas, que en realidad aprecian la inmigración,
precisamente porque disminuye el costo de la mano de obra. Una
importante revista mammonita es el semanario británico The Economist.
Semanas antes del "nuevo Pearl Harbour", su director exhortó a aumentar
la captación de inmigrantes en el Tercer Mundo. Las personas más
dinámicas, mejor calificadas, de Africa, Asia y América del Sur podrían
ser de utilidad a Gran Bretaña, Europa y EE.UU., señalaba The Economist.
La inmigración haría que bajasen los salarios de los obreros europeos y
aumentaría los beneficios de los empresarios. Como ganancia adicional,
la pérdida de los miembros más dinámicos debilita las sociedades
donantes y las convierte en presa fácil a la hora de ser utilizadas. Es
una versión refinada del comercio de esclavos, pues ¿hay algo mejor que
unos esclavos tan bien dispuestos que se peleen entre sí por subir antes
al buque negrero? Naturalmente, la primera condición para que esto
ocurra no estaba incluida en la frase que precede al título de este
artículo: los países del Tercer Mundo han de ser previamente devastados
y arruinados.
Los mammonitas
también necesitan inmigrantes para su propia causa. Una sociedad
compacta y sana rechaza instintivamente a los hombres avariciosos,
porque la avaricia es un impulso socialmente destructivo. En una
sociedad sana, los mammonitas seguirían siendo parias. La inmigración
destruye la coherencia de la sociedad que la recibe. A los mammonitas no
les gusta que su sociedad sea compacta; la prefieren ligera y desleíble,
para que sea más fácil de beber. Por eso los mammonitas apoyan las
migraciones, y los inmigrantes los aprecian como aliados naturales, sin
sospechar que los quieren como el vampiro a la sangre fresca. Debido a
ese error de apreciación, los inmigrantes apoyan con sus votos el poder
mammonita de Tony Blair y de los Demócratas de Nueva York. Son los
mammonitas quienes deberían de sufrir la furia de las diatribas de
Oriana, no los inmigrantes inocentes que llegan a las calles y plazas de
Europa.
III
Diane Feinstein, una
senadora mammonita representante de California, importa en su estado un
número cada vez mayor de mexicanos pobres. Éstos le dan el voto,
permanecen fuera de la política durante muchos años y aceptan trabajar
más por menos dinero, con lo que debilitan sin sospecharlo la mano de
obra organizada. Así, los californianos ordinarios viven peor, pero eso
a ella le tiene sin cuidado. Algunos la consideran sionista debido a su
apoyo manifiesto al Estado de Israel.
No obstante, sería
un error considerar sionista a esa señora. Históricamente, los sionistas
han creído que el hombre necesita raíces. Suponían que la fácil
movilidad de los judíos constituía un signo de sus carencias. Quisieron
entonces proveer a esos desarraigados de unas raíces en Tierra Santa.
Pero los mammonitas no entienden a quienes necesitan raíces y se han
propuesto desarraigar a todos por igual. Para los sionistas, los
mammonitas llevaban un modo de vida erróneo. Y ahora, mammonitas de
todos los orígenes han adoptado esa forma de vida que los sionistas
descartaron.
Es un error de los
sionistas no entender que, sin los palestinos, no podrán lograr su
objetivo de enclavar esas raíces en la tierra de Palestina. No han
comprendido que una persona de origen judío puede echar raíces en
cualquier parte, no sólo en Palestina. Un judío puede volverse
estadounidense, inglés o ruso, lo mismo que palestino. Satisface su
interés supremo por la patria a través de la identificación con sus
compatriotas. Para el hombre que ama un lugar, cualquier tierra es la
Tierra Prometida. La gente que obliga a Estados Unidos a sacar del país
miles de millones de dólares destinados a Israel, en vez de dedicarlos a
los estadounidenses pobres, no es fiel a Estados Unidos. Y, sin embargo,
tampoco es fiel a Israel. Admira a este país sólo como modelo de lo que
debe ser su mundo.
Mucha gente de buena
voluntad está en contra del sionismo que destruyó masivamente la amada
tierra de Palestina y expulsó a sus habitantes. Pero el sionismo es una
enfermedad local, mientras que su hermano mayor, el mammonismo,
constituye una plaga universal que quiere convertir el mundo en un "Gran
Israel", cuajado de centros comerciales y ciudades destruidas,
asentamientos para unos pocos elegidos y gran cantidad de refugiados que
proporcionen mano de obra barata. Los sionistas arruinaron la naturaleza
en Palestina y privaron a los palestinos de su tierra, mientras que los
mammonitas están arruinando el medio ambiente universal y provocan un
desarraigo generalizado.
Los sionistas
combaten a Cristo -en el Israel actual, San Pedro y San Pablo serían
encarcelados por predicar el Evangelio- mientras que los mammonitas
luchan contra toda fe y creencia, ya sea Cristo o Mahoma, nacionalismo o
comunismo. Los enemigos del sionismo creen que los mammonitas vencerán a
los sionistas, porque la política demasiado independiente de éstos puede
convertirse en un obstáculo para los planes globalizadores de los
mammonitas. Pero yo os digo que Dios tolera los excesos de los sionistas
para que lleguéis a ser conscientes de los planes de los mammonitas.
IV
No se trata de una
proclama de izquierdismo acérrimo; podemos convivir con algunos pueblos
ricos y soportar ciertos privilegios. Tanto la izquierda como la derecha
son buenas y necesarias para la sociedad, de la misma manera que para
sostenernos en pie necesitamos la pierna izquierda y la pierna derecha.
Imaginemos un prado en primavera en las montañas de Jerusalén, una
maravillosa alfombra de flores que nos invita a tumbarnos: si todos la
pisáramos, desaparecerían las flores, pero si el prado se rodea con una
cerca, estaremos privados de él. Estas dos tendencias: de acceso y de
conservación, son los paradigmas de la izquierda y de la derecha y su
combinación correcta permitirá que una mayoría de personas disfruten del
prado.
La derecha es la
fuerza conservadora que sostiene el poder de las elites, defiende el
paisaje, protege la naturaleza y mantiene la tradición. La izquierda, en
cambio, es la fuerza que mueve la sociedad y garantiza su vitalidad, su
capacidad de cambio y la movilidad social. Una sociedad sin su izquierda
se descompondría y sin su derecha llegaría al colapso. La izquierda
proporciona movimiento y la derecha estabilidad, pero los mammonitas
crean para sus propósitos una pseudoizquierda y una pseudoderecha, que
se aprovechan de los errores de la izquierda y de la derecha real.
Uno de los defectos
de la derecha europea "real" ha sido su falta de compasión y su
tendencia racista. Su reflejo instintivo era acertado: los inmigrantes
desestabilizan la sociedad, pero no porque sean hombres inferiores, como
arguyen los racistas; aunque los inmigrantes sean gente maravillosa,
siguen representando un problema. Los holandeses que invadieron
Indonesia y, durante mucho tiempo, asolaron la tierra y arruinaron el
país, vieron luego su vida alterada con la llegada de indonesios. Los
ingleses no escatimaron fuerzas para adueñarse de América del Norte:
exterminaron a los nativos. A menudo, el proceso colonial produce
aflicciones mutuas: los británicos expoliaron Irlanda y han sido
hostigados por los irlandeses.
El racismo se
equivoca, porque afirma que algunos grupos de hombres son inherentemente
mejores o peores que otros, pero todo el mundo es maravilloso, los
zulúes y los británicos, los rusos y los chechenos, los palestinos y los
franceses, los paquistaníes y los turcos, cuando están en su propio
terreno. En otros países, estas mismas personas buenas se convierten en
una molestia. Durante el imperialismo y la expansión colonial europea,
las teorías racistas eran necesarias para justificar el flujo
unidireccional de hombres; sin racismo, no se hubiera podido exterminar
a los nativos, robar sus propiedades, cerrar sus industrias, crear
inmensos latifundios y negar al pueblo los derechos humanos
fundamentales. Pero ahora el racismo ya no es necesario, porque, una vez
acabada la aventura colonial europea, puede abandonarse la teoría
moralmente errónea y científicamente equivocada de la superioridad de
raza.
Mientras la
izquierda real defiende los intereses de las clases más desfavorecidas
y, por consiguiente, se opone a la inmigración en masa, la izquierda
liberal, influida por los mammonitas, se manifiesta a favor de la
inmigración en nombre de la compasión. Los mammonitas, que no suelen
tener sentimientos compasivos, utilizan en su provecho estas razones
humanitarias que les proporcionan una ventaja adicional: el
distanciamiento de la clase trabajadora europea y estadounidense de la
izquierda liberal. Para los trabajadores, el peligro de la inmigración
es obvio: los inmigrantes, que conviven con ellos en barrios aislados,
representan una competencia por los puestos de trabajo y esto les induce
a aliarse con la extrema derecha racista.
Hay una manera de
salir del estancamiento, que es buena para todos menos para los
mammonitas: detener la inmigración y abrir las vías de transferencia
económica al Tercer Mundo. Tanto África como Suecia deberían de
disfrutar de los mismos ingresos y el dinero recaudado por los impuestos
debería de llegar a los indios del Amazonas y a los campesinos de
Afganistán. Pocos paquistaníes emigrarán a Inglaterra, si disponen de
iguales ingresos (o prácticamente iguales) al regresar a su país. La
Unión Europea es una prueba de esto: aunque los suecos siguen ganando
más que los portugueses, los griegos y los italianos, dado que esta
diferencia no es muy grande y los países gozan de paz, la inmigración
hacia Suecia o Alemania es escasa. Pero si se habla de compasión, hay
que recordar que la verdadera compasión cristiana dice que debemos
permitir que la gente viva en su casa, bajo sus emparrados y sus
higueras, tan bien como viviría en nuestro propio país. No dispondríamos
de personal de limpieza barato, pero viviríamos en una tierra más limpia
y mejor. Esta solución sería justa, porque durante cientos de años
Europa y Estados Unidos han agotado las riquezas del Sur y del Este.
El destino del
inmigrante es triste, ya que, al fin y al cabo, la inmigración es un
exilio y esta condición es la más triste del hombre. Ovidio lloraba en
las costa de Moldavia y el príncipe Genji se debatía en Suma. Mi amigo
palestino Musa trasladó a su anciano padre desde la ciudad de Aboud a su
nuevo hogar en Vermont y el hombre comenzó a construir bancales, tal
como había hecho en las laderas de las colinas de Samaria. Y es que
formamos parte del paisaje, de las montañas y de los valles. Cuando,
ahora, en Estados Unidos se producen ataques a los inmigrantes,
probablemente muchos de ellos piensen en su hogar que se vieron forzados
a abandonar.
Aunque considero que
la inmigración debería detenerse y ser sustituida por la transferencia
de fondos hacia los países más pobres hasta conseguir el equilibrio de
los ingresos, es probable que los inmigrantes que ya han llegado, se
queden. Deberían de poder acceder a la ciudadanía local y, así, ser
alemanes en Alemania, franceses en Francia, estadounidenses en EE.UU,
palestinos en Palestina. Los antepasados de los pueblos europeos y
americanos también emigraron y se adaptaron a nuevas formas de vida. Las
tribus germánicas de los francos invadieron la Galia celta romanizada y
junto con sus antiguos pobladores se han transformado en los actuales
franceses. Los descendientes de los cruzados europeos que siguen
viviendo en la población palestina de Sinjil -que conserva el glorioso
nombre del comandante provenzal Raymond de St Gilles- se convirtieron
totalmente en palestinos y son asediados por los israelíes como el resto
de la población. Lo mismo hicieron los georgianos llevados hace
ochocientos años al pueblo de Malcha, próximo a Jerusalén, por las
hordas de la reina Tamar, que se convirtieron en palestinos y
compartieron el destino de sus hermanos cuando, en 1948, los invasores
sionistas los expulsaron de sus hogares.
El ser humano es
adaptable y si los inmigrantes aman a su nueva tierra, pueden
convertirse en ciudadanos locales. Yo se de qué hablo, porque nací en
Siberia y he elegido ser palestino.
V
La tercera guerra
mundial es una lucha contra la propia diversidad, iniciada por los
adeptos de la Avaricia; a ellos no les gusta el delicioso mosaico de
razas y culturas, sino que desearían homogeneizar el mundo. Tienen
razones de orden práctico -ya que es más fácil vender mercancías a
poblaciones homogeneizadas-, de orden moral -no quieren que la gente
disfrute gratis de la belleza y por ello la destruyen- y de orden
religioso : los adeptos de Mammón sienten que esta alegre pluralidad es
un sacrilegio contra su celoso dios. Los pueblos son destruidos y las
antigüedades se encierran en un museo, donde se puede cobrar entrada.
En una hermosa
película para adolescentes, La Historia interminable, el mundo
multicolor de Fantasía desaparece absorbido por Nada. Esto mismo le está
sucediendo a nuestro mundo maravilloso: lugares antiguos y excepcionales
están siendo arrasados y sustituidos por centros comerciales y tierra
quemada. La izquierda y la derecha deberían de unir sus fuerzas contra
esta Nada, que está amenazando nuestra existencia.
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Traducción al
castellano de Manuel Talens, Marco A. Contreras y Elisa Vilare