Domingo en Gondor
Israel
Shamir
Rebelión
Traducido para Rebelión por Germán Leyens |
Mientras el mundo presencia una nueva parodia de
proceso de paz en Palestina, y se encuentra a un paso de una
nueva etapa de guerra en Medio Oriente, visito a los etíopes,
tan amados por Poseidón, el Dios del Mar tal vez porque ese
pueblo sin salida al mar no perturba los mares, pero vive en la
meseta que también sirve de cuna al Nilo. “La avanzada más
lejana de la Raza Humana”, como los llamara Homero, los etíopes,
por pobres que sean, preservan muchas cosas que nosotros hemos
perdido. En su país, se ven mujeres que cosechan altos tallos de
trigo con tajantes hoces, cuatro impresionantes toros negros que
trillan aprisa el trigo en un estrecho círculo de heno, y un
hombre armado de una pala que separa la paja del grano,
muchachas que llenan vasijas junto a una vertiente, y como
resultado de sus trabajos, la vasta congregación de hombres y
mujeres vestidos de blanco que escuchan al predicador, sentados
como gaviotas en el patio de la iglesia, el domingo por la
mañana, y reciben las bendiciones de sus sacerdotes y comparten
el pan bendito. Porque en el mundo que nosotros perdimos,
sembrar, cosechar, aventar y hornear se completan en este
bendecir y compartir.
Los etíopes han mantenido intacta gran parte de
su antigua tradición de cuando recibieron la Luz de Cristo de
San Anastasio el Grande en la Alejandría bizantina del Siglo IV.
Su dogma es diferente del nuestro, pero veneran a la Virgen como
Madre de Dios, tal como lo hacen las iglesias apostólicas. Jamás
colonizados, y no porque otros no hayan tratado de hacerlo, no
hubo misioneros cristianos que los impulsaran hacia una secta
protestante como a otros africanos. Los jesuitas tampoco
lograron subyugarlos a Roma. Por lo tanto la iglesia los une, no
los divide. Si esta iglesia antigua y auténtica evangelizara el
continente negro, el destino de este último podría ser
diferente. Sigue siendo válida para los que buscan una identidad
cristiana africana, más que su vástago rastafario. Como otras
iglesias orientales, los cristianos etíopes prefieren los
musulmanes a los occidentales y viven con la gran comunidad
musulmana (cerca de un 30%) en perfecta amistad.
En su ciudad sagrada de Gondor (que no está
lejos de Shire, para deleite de los amigos de Tolkien) el
peregrino encuentra un cristianismo ortodoxo, tan africano como
su piel negra y tan arraigado como el enorme árbol banyan en la
plaza principal.
El domingo oré con ellos en su Iglesia de la
Trinidad de Gondor, del Siglo XVII, construida siguiendo las
líneas del Templo de Salomón. Tambores que llegan a la altura de
la cintura rompen la tranquilidad de la noche africana,
acompañados por sonajas de plata; cientos de caras de ángeles
nos miran desde las vigas del techo. La iglesia estaba iluminada
como un manuscrito antiguo, cada centímetro de un muro cubierto
por exquisitas pinturas explicadas por leyendas en ge’ez: un
santo cabalga sobre un león, sube por una serpiente como si
fuera una cuerda hacia su ermita, o se para en un pie mientras
los pájaros lo alimentan; un enjambre de abejas furiosas
defiende la iglesia contra el invasor; un rey caníbal se
arrepiente y recibe perdón a través de la Mediatrix; y escenas
que no requieren leyendas: La Santa Trinidad presentada por tres
hombres casi idénticos de barbas grises, la historia de la
Pasión de Cristo suspendido por cuerdas de su cruz, en lugar de
clavado a ella, o la coronación de la Reina de los Cielos, de
grandes ojos y piel oscura. No me pareció, sin embargo, extraña,
porque estamos familiarizados con sus hermanas: las Vírgenes
Negras de Loreto en Italia, Częstochowa en Polonia, Montserrat
en Cataluña. “Soy negra y bella” – esta línea no es de Sengor,
el poeta de la negritud, sino del Cantar de los Cantares.
Y la gente es bella, con rasgos cincelados, piel
suave, ojos cálidos y compasivos; su apariencia exude amor
fraternal mutuo y también para este peregrino de Jerusalén.
Batimos palmas juntos al ritmo de los tambores bajo la mirada
constante y atenta de los ángeles. Fue bastante diferente de un
servicio dominical corriente, pero esencialmente lo mismo: la
unidad de la gente en Dios. Es grandioso ser cristiano, porque
se puede sentir esta hermandad-en-Dios que une con la gente
autóctona de tantos países y lugares, sea entre los prósperos
ingleses del reverendo Stephen Sizer en la baja iglesia de
Virginia Waters, o con los monjes de Monte Athos en sus cámaras
medievales alumbradas con velas, con los jerusamelitas en la
pequeña iglesia árabe palestina del padre Attalla Hanna, o entre
los joviales italianos en la inmensidad de San Pedro en Roma, o
entre la singular mezcla de escritores y campesinos rusos en la
iglesia de la aldea de Peredelkino cerca de Moscú, - y entre los
etíopes del lejano Gondor.
Es bastante disímil de la experiencia judía que,
aunque es igualmente global, - hay una sinagoga en Venecia y
Cochin, Nueva York y Curacao, - es básicamente una experiencia
de expatriados que se reúnen dondequiera van – la gente se
parece bastante, como en diferentes Clubes de Oficiales
Británicos en diversos rincones del Imperio, de Hong Kong a
Vancouver. No es asunto de raza sino de doctrina – en Etiopia
hubo una antigua comunidad judaica, cuyos miembros no se
distinguían del resto de los etíopes por su apariencia, su
sangre, su idioma o sus costumbres; pero recibieron el llamado
de Jerusalén y se fueron, a proteger cafés de Tel Aviv y a
guarnecer puntos de control en Palestina, aceptando humildemente
su estatus de tercera clase en el nuevo país. Así se unieron a
los miembros de otras comunidades que estuvieron bien arraigadas
en Alemania y Rusia, en Yemen y Marruecos, porque la judeidad
conduce inevitablemente a la separación de la población nativa y
al exilio. Pero volvamos a la iglesia de Gondor.
Una pared con dos puertas de arcos abiertos
separa la parte de los plebeyos del sitio reservado y sagrado de
los sacerdotes que, por su parte, conduce al sanctasanctórum en
el que descansa una réplica del Arca de la Alianza, oculta de
nuestra mirada. La Catedral de la Trinidad fue construida para
el original genuino, llevado de la turbulenta Jerusalén al
remoto Axum por doce mil sacerdotes de Judea, según su
tradición. Sin embargo, el Arca se negó a ser transportada y
permaneció en Santa María de Sión en el polvoriento y desierto
Axum hasta nuestros días. Extraña obstinación: Gondor es mucho
más atractivo con su vasto castillo de basalto negro, construido
por los emperadores etíopes usando consejos de sus albañiles
portugueses, y bombardeado, siglos después, por la omnipresente
Fuerza Aérea Británica. – Si conoces, lector, un país que nunca
haya sido bombardeado por los anglo-estadounidenses, por favor
díselo al mundo –. Mientras contemplábamos los cuadros, los
tambores cedieron su lugar a hermosos cantos de salmos y
salieron los sacerdotes y bendijeron a los devotos. Ya eran las
ocho, y la gente comenzó a reunirse afuera. Por costumbre local
uno no puede entrar o abandonar la iglesia durante el prolongado
oficio, y la gran mayoría de los fieles estaba tranquilamente
afuera, caminando alrededor de la iglesia, besando sus pilares y
sus piedras. Aquel que no observa las estrictas reglas de ayuno
(que no sólo prohíben la carne sino también la unión sexual)
también tiene que quedarse afuera. Abrieron las puertas. Y nos
sentamos en el patio en el agradable frío matutino, mientras
niños iban y venían con canastos de pan recién hecho, el oscuro
pan de Etiopia.
La iglesia es un pacífico oasis en el agitado
país. Afuera, circulaban tanques – el nuevo conflicto entre
Etiopia y la separatista provincia de Eritrea estaba a apunto de
estallar. Niños pobres y sin hogar pululaban por las calles.
Aunque Etiopia no está muerta, como lo aprendí esa noche, está
gravemente enferma. Desde 1950, su población se ha sextuplicado,
y un semejante aumento llegó más allá de sus escasos recursos.
Al mismo tiempo, EE.UU. y sus aliados suministran armas a todas
las partes interesadas en la región, promoviendo las disputas y
el disenso, apoyando a todos los movimientos separatistas.
Debilitaron al inmensamente popular gobierno socialista de
Mengistu, que sigue siendo recordado con nostalgia por muchos
etíopes. Su caída fue causada por el apoyo de EE.UU. a los
separatistas – la gente se cansó de una guerra interminable.
Ahora los etíopes tienen ‘democracia’, aunque esta palabra
significa sobre todo ‘corrupción’ en el inmenso país de 60
millones de personas, docenas de tribus, naciones y lenguajes,
diferencias sociales y una pobreza atroz.
Noam Chomsky escribió sobre esta estrategia de
EE.UU: no tienen que ganar, les basta con debilitar, destruir e
impulsar a las naciones rebeldes de vuelta a la Edad de Piedra.
Después, culpan al socialismo, como en Vietnam o en Etiopia, al
Islam como en Palestina o Afganistán, al nacionalismo como en
Serbia, y nunca a su propia intervención. “EE.UU. nunca ayuda a
la gente, pero siempre están dispuestos a proveer armas para que
nos matemos los unos a los otros”, me dijeron los etíopes.
El papel de la Iglesia también disminuye
continuamente. Sus tierras fueron confiscadas y redistribuidas
por el gobierno y perdió su capacidad de proteger a la gente.
Las comunidades rurales son desarraigadas por los interminables
combates y la falta de agua, sus miembros huyen a las ciudades
donde son reducidos a la mendicidad. Las generaciones más
jóvenes de habitantes de las ciudades ya no van a la iglesia. El
asalto de la Modernidad es implacable por todas partes, incluso
en la remota Etiopia. No queda gran cosa, quién sabe, tal vez
los sacerdotes etíopes cuentan los años mejor que nosotros;
según su calendario ahora estamos en 1997 DC; faltan sólo tres
años para el milenio y el fin de los días.
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