Por Israel Adán Shamir
Ya
sabíamos que no está bien endiosarnos; ahora ya es tiempo
además de aprender a no demonizar al prójimo.
La
demonización del enemigo es un invento relativamente
reciente. En los buenos tiempos de antaño, la gente se
peleaba pero después se hacía amiga, y después se volvía a
pelear, como los valientes héroes de la Ilíada o como los
briosos caballeros del rey Arturo. Los guerreros que
combatían y se mataban los unos a los otros, beberán luego
la ambrosía y se desafiarán en la misma mesa en el Valhala.
Por
cierto, el Antiguo Testamento se esmera en contarnos de
Josué que fue el primer rey que inauguró un tribunal de
Nuremberg, matando a cinco reyes cautivos, siempre en nombre
del Señor, porque “odiaban a los judíos y pelaban contra
ellos” (Josué 10). Pero, desde el tiempo de Josué, y hasta
el siglo 20, a los reyes derrotados como enemigos no se les
ajusticiaba, y una buena pelea no tenía mucho que ver con el
odio. Las guerras ideológicas por la fe, -las Cruzadas- no
eran excepcionales desde este punto de vista, pues ni los
guerreros musulmanes ni los cristianos olvidaban que eran
tan humanos como sus enemigos. Don Rodrigo de Vivar, el
famoso Cid estuvo al servicio del rey de Castilla y del emir
de Zaragoza; la pagana Clorinda fue la heroína de la
Jerusalén liberada de Torcuato Tasso. En la famosa boda
que tuvo lugar en el castillo asediado de Kerak, los
cruzados habían enviado al turco Saladino, que los asediaba,
una tajada del pastel de bodas, y Saladino por su parte
preguntó en qué torre iban a dormir los recién casados, para
que su ejército desviara sus catapultas hacia otra parte.
El príncipe Igor, de la Rusia de Kiev, atacó a los Kipchaks,
la gente de la meseta, fue derrotado y capturado, pero
estando preso se casó con la hija del Kan (el Rey) Kipchak.
En el siglo XIX, Goethe de Germania y Lermontov de Rusia
admiraron a Napoleón, quien era enemigo de sus países,
mientras Kamal y el hijo del coronel intercambiaban regalos
después de intercambiar tiros en el Fort Bukloh lo que se
evoca en la balada de Kipling.
Las
cosas empezaron a cambiar hace unos cien años, con el
advenimiento de la democracia y los medios masivos, porque
surgió la necesidad de convencer a un montón de gente de que
la guerra es algo necesario y justificado. La simplificación
de “buenos o malvados” a lo Hollywood sustituyó la vieja
división entre amigo y enemigo, y el enemigo se convirtió en
el malo, intrínseca e irremediablemente malo. Esto fue una
mala noticia, porque un enemigo se puede convertir en un
amigo, pero un malvado no puede volverse bueno. Había que
matarlo, y, efectivamente, se le solía matar a plena luz del
día. La admiración por el enemigo se volvió imposible; cada
guerra se convirtió en una guerra entre “hijos de la luz”
versus “hijos de la oscuridad. En semejante guerra, no cabe
la compasión, se exige la crueldad hacia los civiles.
Un
brote serio de demonización del enemigo fue implementado por
los medios angloamericanos con vistas a lograr empujar a
la reticente América a la primera guerra mundial contra
Alemania, logro que fue prometido por [el judío] Weitzman
al inglés Lord Balfour a cambio del apoyo de éste de
entregar Palestina a los judíos sionistas. En palabras de
Benjamín Freedman, “después que los sionistas vieron la
posibilidad de apoderarse de Palestina, todo cambió, como un
semáforo que pasa de la luz roja a la verde. [En Estados
Unidos,] dónde los diarios habían estado a favor de
Alemania, casi unánimemente, de golpe los alemanes dejaron
de ser buenos, de golpe se convirtieron en los malos. Eran
los Hunos, asesinaban a las enfermeras de la Cruz Roja y le
cortaban las manos a los niños de teta.” [http://www.israeliwatch.com/2007/02/01/a-jewish-defector-warns-america/]
A los
alemanes se los acusó de hacer jabón con los soldados
británicos (pues sí, el cuento de Nuremberg acerca del jabón
humano no era más que un refrito del viejo disparate), de
atravesar a los nenes de Bélgica con sus bayonetas (esto lo
volvieron a escenificar en 1991 cuando a los iraquíes se les
acusó de sacar a los recién nacidos de Kuwait fuera de sus
incubadoras), de hundir a un buque de pasajeros (cargado con
municiones, pero esto se consideró una atrocidad, treinta
años antes de la destrucción de Dresden). Hay un afiche de
tiempos de guerra que muestra al alemán arquetípico con
facha de horrible gorila secuestrando a una doncella rubia,
como un precursor de King Kong.
La
demonización de los alemanes empezó a crecer en los años
1930, autorizando al boicot de los productos alemanes, con
la Palestina sionista como salida de emergencia, y después
de la guerra cristalizó en una nueva jerarquía del mal con
Hitler encarnando a un nuevo Satanás de carne y hueso. Desde
entonces, los malvados nazis aparecieron más a menudo que
los mismísimos vaqueros en innumerables películas de
Hollywood, y seguimos viviendo hoy en día en un mundo donde
la más mínima referencia a Hitler equivale al colmo del mal.
Hoy en
día, para demonizar a alguien, basta con dibujar una
semejanza cualquiera con Hitler, y la cosa funcionará. Los
árabes y musulmanes combaten a los judíos, por lo tanto son
nazis y pueden ser considerados como encarnación del mal. En
1956, el general Macmillan describió a Jamal Abd el Nasser
como un “nuevo Hitler” porque nacionalizó el canal de Suez.
En 1982, Begin llamó a Yasser Arafat “el nuevo Hitler”,
porque tenía que justificar su agresión y el bombardeo de
Beirut. Stalin era “peor que Hitler”, según un discurso del
presidente Bush. Ahora le toca a Irán, cuyo presidente suele
ser evocado como el “nuevo Hitler” y su pueblo como
“islamofascista”. Irónicamente, los que defienden a Irán
comparan a Bush con Hitler, y a los bushistas con los nazis.
Esto recuerda a Huey Long de Luisiana; cuando se le preguntó
si el fascismo podría llegar hasta América, contestó: “por
supuesto que sí, con la única diferencia de que se le
llamará anti-fascismo”.
Hollywood produjo algunas películas de curas que exorcizan a
los demonios; pueden hacer otra sobre un rabino demonizador,
basándose en Shmuley Boteach, autor de un libro sobre La
necesidad de odiar el mal, quien escribiera:
“Ajmadineyad es una abominación internacional que puede
aspirar a ser reconocido como el hombre en vida más
desbordante de odio”. Los políticos no se quedaron atrás,
así por ejemplo Netanyahu: “Hitler primero se dio a conocer
por una campaña mundial, y después trató de hacerse con el
armamento atómico. Irán está tratando de empezar por dotarse
de las armas nucleares primero.” Y Gringrich: Estamos en
1935 y Mahmud Ajmadinejad es lo más cercano a Adolf Hitler
que hayamos visto jamás”.
Los
israelíes se vuelven lívidos como la cera cuando se les
compara con nazis. Inmediatamente empiezan una argumentación
interminable para “puntualizar la diferencia”: los nazis
usaban botas, nosotros llevamos zapatos, ellos graznean en
alemán mientras nosotros cantamos en melódico hebreo, los
nazis se oponían a los maravillosos judíos, nosotros nos
oponemos a los bestiales árabes. No cabe duda que los
israelíes son distintos de los nazis; tampoco que era
preferible ser un francés en la Francia ocupada por los
alemanes, en vez de ser hoy un palestino en la Palestina
ocupada por los judíos. Si no ha surgido ningún Céline
palestino, ni un Sartre palestino o un André Gide para
sentarse junto al poder ocupante, es porque la ocupación
judía es mucho más insoportable que la de los propios nazis.
A los
angloamericanos les gusta considerarse a sí mismos como los
buenos contra los malos de Hitler. Pero hablando
objetivamente, no había mucho para escoger entre ambos
lados. Los angloamericanos fueron bestias a más no poder:
hicieron cenizas a Dresde, vitrificaron a Hiroshima,
hambrearon a millones de alemanes. Incluso su racismo fue
bastante comparable: en USA, una unión sexual entre un ario
y un negro se consideraba una ofensa criminal muchos años
antes de las leyes de Nuremberg, y siguió siendo así durante
muchos años después que las leyes de Nuremberg fueron
anuladas [el Estado de Alabama abolió semejantes leyes
recién ¡en el año 2000!].
No
quiero ni siquiera empezar a hablar del bando soviético en
la guerra, pues se ha convertido en un lugar común igualar a
Stalin con Hitler en lo moral, y a los comunistas con los
nazis, a pesar de que esta hipótesis se basa en unas pocas
estadísticas locas de la guerra fría, y en realidad, el
GULAG de Stalin nunca llegó a tener tantos internados como
las prisiones de George Bush.
Ahora
bien, la demonización es siempre cosa de bárbaros. Esta es
la lección que tenemos todos que aprender ahora con todas
las cosas que están pasando. Sólo un arrogante y desalmado
puede en su hybris pretender una superioridad moral
inherente, por encima de otro mortal. Por esto es que la
demonización era una barbarie que no se conocía, hasta que
la iglesia fue marginalizada. No es mejor demonizar la carne
y la sangre que idolatrarlas. Ya sabíamos que no debemos
endiosarnos; ahora es tiempo de aprender además a no
demonizarnos. Seamos criaturas bendecidas con nuestros
amigos, y lo mismo con nuestros enemigos. Ni somos ángeles,
ni nuestros enemigos son demonios.
Si
entendemos estas cosas, aprenderemos de los judíos que se
han negado sabia y obstinadamente a demonizar a los suyos.
Ariel Sharon fue un asesino brutal de mujeres y niños, que
se supone quiso ser “un Hitler para los palestinos”; pero el
New York Times de la familia Sulzberg no hizo caso a
nuestras inocentes tentativas por demonizarlo, fue bien
recibido por los de arriba y la gente poderosa, y está
quedando en la historia como un buen veterano cualquiera.
Los judíos no permitieron la demonización de los
responsables judíos de la policía secreta de Stalin, ni
tampoco de matones judíos despiadados, sino que los
mantienen en el recuerdo a todos como “hombres que amaban a
sus madres judías”.
Los
judíos no caen en la trampa de la demonización porque saben
que cualquiera puede ser demonizado. Esta lección la da el
Talmud con el ejemplo de Job, que “era perfecto y recto y
temía a Dios prescindiendo del mal”. Sin embargo los sabios
lo tacharon [a modo de ejercicio intelectual] de malvado, en
broma. Las sagradas escrituras dicen que Job no pecó de
palabra. Los sabios contestaron: “pero sí pecó mentalmente,
de corazón”. Por si fuera poco, Job había dicho que “aquél
que desciende al infierno no podrá volver”, con lo cual
estaba “negando la resurrección de los muertos”, dijeron los
talmudistas, y así sucesivamente. Así se demuestra que
cualquiera puede ser demonizado, y por lo tanto a nadie se
le debería demonizar.
Más
aún, los judíos sabios no demonizaban ni siquiera a Satanás.
¿Por qué empujó Satanás a Dios a ensañarse con Job?,
preguntó un sabio talmudista, y contestó a continuación: es
que Dios se entusiasmó con Job, y por poco se le olvida el
amor de Abraham. Satanás se entrometió entonces por la mejor
razón posible, para preservar el justo lugar que le
corresponde a Abraham. “Cuando Satanás hubo oído esta
homilía, vino y le besó los pies al sabio”, dice el Talmud
(Baba Bathra 15). Esto fue sabio, porque Satanás no es igual
a Dios, y tiene su lugar en los planes de El.
La
falacia teológica de la demonización la entendió bien el
especialista en ciencia política Carl Schmitt, católico y
alemán. Se le presenta a menudo como un hombre sin
escrúpulos morales; pero es porque no se le entiende bien.
Para él, la distinción entre amigo y enemigo no puede
descansar en la moralidad. Es una cuestión de nosotros
contra los otros, no de malos contra buenos. Los dos
lados son humanos, de modo que un político que los
caracteriza a “ellos” como moralmente inferiores o “malos”
peca de la hybris de la arrogancia, pero además está
blasfemando pues niega que Dios sea el creador de todos. El
poder del Señor reina sobre todos, incluso sobre nuestros
enemigos personales. Sería blasfemia tratar a nuestros
enemigos como infrahumanos. Todos somos moralmente iguales,
en la óptica de Schmitt, aún cuando la política hace que sea
a veces “necesario” matar a los enemigos de uno, según la
introducción corta, pero acertada, del filósofo americano
moderno Newton Garver.
[
http://www.buffaloreport.com/2004/040630,garver.humiliation.html
]
Scout
Horton se equivocó tanto en la interpretación de Schmitt que
uno se puede preguntar si se trataba realmente de un yerro
[
http://balkin.blogspot.com/2005/11/return-of-carl-schmitt.html
]. Por ejemplo, escribió: “para Schmitt, la clave para la
salida exitosa de la guerra contra semejante enemigo es la
demonización…. Según Schmitt, las normas de la ley
internacional con respecto a los conflictos armados reflejan
las ilusiones románticas de una edad caballeresca.” Es al
revés: Schmitt estaba a favor de una guerra de uniformes,
llevada a cabo entre dos ejércitos, donde los civiles quedan
fuera de la contienda. Estaba en contra de la demonización,
porque es algo inaceptable para una persona religiosa.
Horton se da cuenta que su lectura de Schmitt es defectuosa,
y escribe correctamente : “Schmitt expresa desde el inicio
las reservas morales más severas en cuanto a su concepto de
demonización. Teme que se preste a ‘altas manipulaciones
políticas’ que deben evitarse a toda costa”. Utiliza a
Schmitt para atacar a John Yoo, un seguidor de Bush que
después se convirtió en un seguidor de Alan Dershowitz en
cuanto a autorizar la tortura, pero en vez de referirse a
Dershowitz el sionista, apela a Schmitt que puede ser
presentado como un “pensador nazi legal”. El objetivo (de
atacar a Yoo) es válido, pero los medios (la referencia a
Schmitt) son disparatados. El artículo de Horton se puede
entender como una prolongación de la extrema demonización de
la Alemania de los años 1930. Se refiere a Leo Strauss
“admirador de toda la vida y comentarista de Carl Schmitt
ante sus estudiantes” pero no logra ver la gran diferencia.
Schmitt creía en Dios, mientras que Strauss carece tanto del
sentido de lo divino que les resultó chocante a los
sionistas en la Jerusalén de los años 1930, por su ateísmo
total. De estos dos hombres, Strauss el precursor de los neo
conservadores y Schmitt el pensador nazi legal, Schmitt era
el que abogaba por una actitud humana hacia el enemigo,
mientras que Strauss los deshumanizaba a todos sin piedad.
Horton
escribe : “Carl Schmitt era un hombre racional, pero marcado
por un odio a América que rayaba en lo irracional. El veía
la forma en que USA trastocaba la ley internacional como
viciada por la hipocresía, y veía en la conducta Usamericana
de fines del siglo XIX y principios del XX una nueva forma
de imperialismo amenazante”. ¿En qué se puede calificar de
irracional este planteamiento? ¿Cómo es posible que una
persona del mismo lado nuestro de la barricada (como es el
caso de Horton) no puede admitir que el Estado que veta
cualquier resolución de condena a Israel y llama a la guerra
contra Irán es el colmo de la hipocresía? ¡Si Molière se
enterase, tendría que reescribir su Tartufo! La actitud de
Horton, típicamente judía, según la cual “si nos critican,
tiene que ser por culpa de un odio irracional” se ha
convertido en la marca distintiva del pensamiento
Usamericano que germinó a partir de la demonización del
enemigo.
Pues
no se puede demonizar sólo a una persona y parar la cosa ahí
mismo: la demonización de una persona conlleva la
demonización de muchas otras más. Los ataques contra
musulmanes, árabes, iraníes son la consecuencia inevitable
de los ataques anteriores contra los alemanes. Por esto el
columnista canadiense y judío Mordecai Richler escribió:
“Los alemanes son para mí aborrecibles. Me alegro de que se
bombardeara a Dresden sin ningún objetivo militar. Para mi
gusto, los rusos no retuvieron y maltrataron a los
prisioneros de guerra alemanes lo suficiente”.
Y el
premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel, añadió, a su vez: “Cada
judío debería preservar en algún rincón de su ser íntimo,
una zona de odio, odio viril y saludable, hacia lo que
personifica el alemán y lo que persiste en el alma del
alemán.”
http://www.counterpunch.org/dasgupta07292006.html
]
A
partir de ahí no había más que un paso hasta llegar a Dan
Gillerman, representante israelí en la ONU, que llamó a los
combatientes de Hezbollah “animales desalmados e imposibles
de diferenciar”, o al jefe del consejo israelí, Rafael
Eitan, proponiendo tratar a los palestinos como “se trata
a las cucarachas drogadas dentro de una botella”. Pero
ahora, hasta los alemanes siguen alegremente este estilo de
acusaciones contra su finado Führer, y se unen a la
universal condena de Irán y los árabes. “El presidente
Mahmud Ajmadineyad es un Adolf Hitler en pleno auge con su
obstinación en un programa nuclear par Irán”, dijo la
amazona anglosajonizada Angela Merkel, canciller alemana. [http://www.archive.gulfnew.com/indepth/irancrisis/more_stories/10016391.html]
Pues
sí, las gentes que han padecido asaltos de hostilidad
tienden a unirse al grupo y procuran ser hostiles a su vez
contra otros, no es más que un rasgo humano, o tal vez
simio. El encantador pintor mexicano Miguel Covarrubias
menciona un caso semejante en su libro inmensamente
divertido sobre Bali. En una vivienda balinesa, un mono
domesticado pero iracundo se subió a un árbol y empezó a
arrojar cocos por doquier. En vano los amos trataron de
bajar al mono ofreciéndole caramelos. Hasta que acorralaron
a un lastimoso enano, un criado, y escenificaron de manera
harto convincente una paliza al pobre enano. Ahí mismo el
mono bajó velozmente para unirse a los verdugos en el
zafarrancho. Al poco rato el tonto bruto ya estaba
enjaulado. Para mantenerse fuera de la jaula, el mono debió
haber resistido la tentación de unirse a un ataque permitido
sobre cualquier otro blanco. Pero por lo visto, hasta a los
humanos les cuesta…
Pues
bien, si queremos restaurar la paz en el mundo, debemos
rechazar cualquier demonización, incluyendo al Malvado
cenital, Adolf Hitler. Sinceramente me tiene sin cuidado
Hitler, tanto como malo como en tanto que bueno. Ni lo
admiro ni lo demonizo, ni lo odio ni lo amo, como tampoco a
Napoleón o a Genghis Khan. Están requetemuertos estos
flagelos, ya está. Le tengo un cariño especial al Hitler de
nuestro tiempo, Ajmadineyad; me importan tres pepinos los
hítleres del pasado, llámense Saddam Hussein, Nasser o
Yasser Arafat. Mi padre peleó por Stalin, y el presidente
Bush nos enseñó que Stalin es peor que Hitler. Para mí
“Hitler” es el nombre genérico de los enemigos de judíos,
ni más ni menos que “Amalek”.
Y, en
realidad, el hombre que se apasiona tanto por Hitler es un
renegado, pues niega a Dios y elige como dios personal y
demonio personal a gente de carne y hueso. Por esto los
judíos muy respetuosos de la ley como lo son los del
Neturei Karta pudieron ir a la conferencia de Teherán,
mientras otros, ateos, se asustaron simplemente con el
nombre del célebre austríaco muerto. La demonización de
Hitler causó la deificación de los judíos, y así es cómo se
creó la nueva teología del auténtico paganismo neojudaico.
La
creación de un polo del mal a nivel de humanos es causante
de una infinidad de anomalías en el discurso público. La
demonización del racismo es uno de los resultados. Uno puede
desaprobar a un tonto que se considera a sí mismo de mejor
estirpe que otros. Pero no deja de ser un estilo muy
corriente de vanidad, que comparte mucha gente de las
“castas de arriba”, por ejemplo descendientes de nobles,
sacerdotes y judíos en nuestra sociedad. La creencia en la
superioridad de la raza blanca, o de la estirpe anglosajona,
no es más que una versión democrática de la vanidad de clase
dominante, que vale para que la use gente que no puede
pretender ser de origen noble o judío. El día en que estas
personas de una clase pretendidamente superior renuncien a
su vanidad, a sus títulos y hagan una hoguera con el libro
de Deborah Lipstadt, La amenaza de la asimilación,
entonces sí podrán fijarse en la paja que se halla en el
ojo del vecino más humilde que ellos.
El
racismo cotidiano, de menor cuantía, no es mayor problema
en nuestra sociedad. Yo, bigotudo de piel oscura y tipo
mediterráneo, nunca he tenido queja por ello en mis sesenta
años de andanzas. Pero tampoco he intentado molestar a los
autóctonos subiendo al máximo el volumen de una música
extranjera, practicando extrañas costumbres en público o
portándome de manera conspicua. En Israel hay ciertos
reflejos tribales de amor y desamor, principalmente entre
las diversas tribus judías, y por supuesto que es bastante
asqueroso, pero no estoy seguro que tenga eso que ver con el
viejo racismo infame.
El
racismo es tan poco problemático, que la búsqueda de un
racista sacrificial es un fracaso completo. Al diputado
Georges Freche lo echaron de su partido porque dijo que el
equipo nacional de fútbol de Francia no debería ser todo
negro. Dijo públicamente : “nueve de once jugadores en
nuestro equipo nacional de fútbol son negros. Tres o cuatro
jugadores negros sería una proporción normal. Los negros son
superdotados en deportes y música, como los griegos de
Homero, pero tal vez a los franceses nativos les interese y
tengan las aptitudes necesarias para jugar al fútbol en la
selección de paìs . Claro, esta frase está fuera de lo
políticamente correcto, pero no por ello deja de ser la
expresión del sentido común más extendido.
Las
ideas de igualdad deberían tener su lugar, pero no ocupar
todo el espacio. Para los suecos está bien tener un pastor
mujer de vez en cuando, pero es que ya no hay pastores
hombres, y muy pocos feligreses además. De la misma forma,
si todos los jugadores de fútbol fueran negros, tal vez los
franceses nativos perderían el interés en seguir los
partidos de fútbol. El equipo nacional de fútbol no debería
ser predominantemente negro y tampoco deberían ser todos, o
casi todos, judíos los periodistas y los personajes
estelares en los debates de la televisión francesa. También
es cierto que africanos y judíos vinieron a Francia, que
agradecen la hospitalidad francesa, y no intentan desplazar
a los autóctonos. Si los socialistas franceses siguen siendo
tan estrictos con sus miembros, desaparecerán del mapa como
dinosaurios en retirada; y Segolene Royal no será recordada
sino como la figura que impidió que le Pen venciera a
Sarkozy en las elecciones para presidente en 2007.
En
Inglaterra, la bailarina clásica Simone Clark expresó su
opinión de que el país tenía suficiente inmigración, que el
proceso sin fin de importar trabajadores debería ser frenado
o incluso concluir. Pues bien, es un punto de vista, y
posiblemente razonable, cuadra dentro de la Carta de los
derechos, el Bill of Rights, o cualquier texto que en
nuestros días autorice la libertad de palabra. Algunos
antirracistas locos organizaron una protesta contra el hecho
de que la contratara el Ballet. La bailarina es una buena
persona, no es ninguna racista en el sentido propio de la
palabra; no viene al caso, pero además está casada con un
bailarín chino; pero para los demonizadores de Hitler
obsesivos y renegadores de Dios, ni siquiera un punto de
vista moderado debe expresarse, y a la persona que lo
exprese, habría que echarla a la calle, quitándole el
trabajo y la vivienda. En tanto comunista, defiendo el
derecho de Simone Clarke a pertenecer al British National
Party y a bailar Giselle en el escenario de la Opera
nacional inglesa; los furibundos que protestan deberían
primero protestar contra el hecho de que Bárbara Amiel siga
escribiendo en el Daily Telegraph.
En
Alemania, los antirracistas y antinazis desfilan con la
bandera israelí y exigen que no se use más el pañuelo
palestino, como Schneider de Leipzig:
“Lo
que todos compartimos es el apoyo a Israel y luchamos contra
cualquier forma de antisemitismo, fascismo y sexismo”, dice
el director del centro, Christian Schneider, de veitnitseis
años.
Un
buen ejemplo de la actividad proisraelí en Leipzig es la
campaña pública contra los kaffiyehs, que fue en un
tiempo un accesorio esencial en la vestimenta de los
activistas de izquierda. “¿Es que tienes un problema con los
judíos, o simplemente sientes frío en el pescuezo?” Esta
fue la consigna en la campaña organizada por el centro en
años recientes. La campaña apuntaba a impedir que los
jóvenes usaran lo que el centro percibía como un símbolo de
la identificación con los palestinos y el antisemitismo,
informó Haaretz.
[
http://www.haaretz.com/hasen/spages/806069.html
]
Estas
cosas de locos son el resultado de la demonización extrema,
obsesiva de Hitler. Una vez más, debemos aprender de los
judíos, que expulsan a los inmigrantes por lotes en los
aviones, combaten el mestizaje y la asimilación sin dejar de
añadir que “esto no es racismo”. ¿Por qué no es racismo? En
un chiste judío, un rabino se encuentra retrasado, se da
cuenta que ya va empezar el shabbat, y se pone a rezar,
hasta que sucede el milagro: fue shabbat dondequiera, pero
siguió siendo viernes en el Cadillac del rabino. De la
misma forma, oponerse a la palabra mestizaje (o musitar el
término antiguo de miscegenación) es algo racista salvo,
milagrosamente, ¡cuando lo hace un judío!
[http://www.haaretz.com/hasen/spages/806069.html
]
“Racismo”, es decir la preferencia dada por el autóctono a
otro nativo a costas de un extranjero es una conducta normal
y normativa. Esta actitud es un mandamiento de la Biblia, es
una actitud que protege la relación íntima entre el hombre y
el suelo. En la oración judía, se le pide a Dios que haga
llover y no atienda a las oraciones del extranjero que pide
un tiempo seco. Un mal llamado racismo es la mejor forma de
proteger la tierra, y no hay motivo para preocuparse por
ello; cosi fan tutti: todos hacen lo mismo.
Fíjaos
que “racismo” no figura entre las virtudes del libro
cristiano. Pero tampoco figuran como virtudes la codicia,
la gula, el orgullo, la envidia ni la lujuria. Y no vemos el
caso de políticos expulsados del partido socialista, por
ejemplo, por escribir una columna gastronómica, dar una
advertencia en la bolsa de valores, por marchar en una
gay pride, o por comprarse un carro mejor que el del
vecino. Hay leyes “contra el odio”, pero no “contra la
vanidad”.
Piense
uno lo que quiera de los racistas de antaño, hoy en día este
mote se le pone a cualquiera que no reniegue de las raíces y
del afecto de una persona por su tierra y su comunidad. El
racista arquetípico de nuestros días, digamos, la santidad
“racista”, sería Simone Weil, quien consideraba el
arraigarse como una virtud, y el desarraigo como un pecado
(y se opuso con fuerza a la demonización de Alemania por
Francia en 1939). Así, cualquiera que respalde la
inmigración peca, porque está impulsando al desarraigo. De
modo que cabe preguntarse si es mejor ser bueno con el
vecino autorizándolo a venir y acomodarse, o prohibiéndole
que deje su país natal. No hay respuesta a prueba de fuego
para esta pregunta, y lo digo en tanto soy un perpetuo
inmigrante. Y si te dicen que eres racista porque te opones
a la inmigración masiva contesta : “y tú eres el propagador
del veneno del desarraigo”, como hizo Simone Weil. [
http://www.hermenaut.com/a47.shtml
].
Por
ser incapaces de devolver la demonización a judíos y
angloamericanos , es que los nacionalistas y gente de la
extrema derecha demonizan a los rusos, los soviéticos y los
comunistas. No tienen mucho éxito que digamos, así que no es
necesario gastar pólvora en ello. Basta con decir que los
números fantásticos de “millones de muertos” por culpa de
Stalin, Mao o Pol Pot no son más que producto de la
imaginación. Ninguno de ellos mató a tantos como el imperio
americano antes y ahora. Ninguno arrojó a tantos al exilio
como hicieron los israelíes.
No hay
imperios del mal, sólo están los imperios que nos mantienen
a raya. La Rusia soviética no fue un imperio del mal, ni
tampoco el comunismo personificado por Stalin y el GULAG.
Sholojov, Antón Blok, Boris Pasternak, Eisenin, Mayakovsky y
Deineka abrazaron la revolución y expresaron sus ideas en
formas artísticas. Fue la tierra del magno experimento,
exitoso en parte, de la igualdad y la fraternidad entre los
hombres, de la tentativa bravía para derrocar al espíritu de
la codicia. Los comunistas y los que los apoyaban trataron
de liberar el trabajo, llevar el reino celestial a la
tierra, erradicar la pobreza y liberar el espíritu humano.
Y el
comunismo hizo avanzar la democracia social europea.
Alemania no era el imperio del mal, ni tampoco Hitler y
Auschwitz encarnaron en exclusividad el espíritu del
tradicionalismo orgánico. Los tradicionalistas trataron de
establecer un paradigma alternativo basado en Wagner,
Nietzsche y Hegel, de ir a las raíces y a las tradiciones
del pueblo. No en vano, los mejores pensadores y escritores
de Europa, desde Knut Hamsun hasta Louis Ferdinand Celine,
desde Ezra Pound hasta William Butler Yeats y Heidegger
vieron el elemento positivo en el punto de vista orgánico y
tradicionalista. Si a Rusia y Alemania no se las hubiese
demonizado, posiblemente no habrían llegado a los extremos
que vimos.
Tenemos que restaurar el equilibrio del pensamiento y el
discurso que fueron barridos a raíz de la Segunda guerra
mundial, debido a la victoria demasiado completa del
pensamiento burgués “judeoamericano”. Mientras condenamos
los excesos y crímenes de guerra, deberíamos volver a
apoderarnos del reino del espíritu, que abarca desde
Mayakovsky hasta Ezra Pound. No hay hombres malvados, somos
criaturas hechas a la imagen y semejanza de Dios, y se
necesitan todas las ideas para producir pensamientos nuevos.