Raza e inmigración
Por Israel Adán Shamir
Una pareja de ucranianos se fija en un graffiti que dice :
“¡Mándalos al diablo y salva a Rusia!” . Y uno le dice al otro: “¡No es mala
idea!, pero ¿quién tiene ganas de salvar a Rusia?
Este chiste me volvió a la mente, cuando estaba leyendo un
llamado de los nacionalistas blancos: “No a la inmigración, salvemos a la raza
blanca”. La primera opción es válida, pero el objetivo final es irrelevante, en
el mejor de los casos.
No hace falta pertenecer a la raza blanca para entender los
problemas que causan los traslados de población. No hace falta siquiera creer en
la existencia de clasificaciones raciales para darse cuenta que las migraciones
masivas causan problemas reales. El razonamiento racialista que sostiene la
oposición al fenómeno de las migraciones masivas es superfluo e improductivo,
pues si bien la masividad de las migraciones es un fenómeno moderno, el
racialismo de hace unos 140 años es algo tan trasnochado como hiriente.
No hace falta el menor sentimiento de superioridad racial ni
siquiera de identidad racial, para rechazar la inmigración. Los lectores de
Milne tal vez recuerden la reacción nada amistosa del Osito Winnie con sus
amigos Piglet y Rabbit ante el animal recién llegado, Kanga, a su selva:
secuestraron al inmigrante en ciernes. El cuento termina con que todos se hacen
amigos al final, pero ni siquiera Milne habría logrado mantener un final feliz
si miles de Kangas hubiesen inundado la selva.
Los seres humanos así como los demás animales tienen mecanismos
defensivos para proteger su territorio y su acceso a los recursos. Son estos
mecanismos los que hoy en día se caricaturizan con la apelación de “racismo”,
como el destape de tendencias naturales brutales, pero la protección del
territorio propio es algo relevante también en el plano moral.
En la Rusia soviética de mis años mozos, el chaval que cortejase
a una chica de otro vecindario corría un riesgo muy serio de verse castigado por
los otros chicos del lugar. No había diferencia étnica, racial, religiosa ni
tampoco social entre las dos comunidades; los jóvenes del bloque A no se
consideraban mejores que los del bloque B, pero defendían sencillamente su
acceso a “sus” propias féminas.
Y sigue siendo una actitud razonable en los jóvenes, la de
proteger a “sus” chicas, como proteger su fuente de trabajo. Ellos también
tienen que vivir, y los grupos idealistas que dejan el paso libre a los
advenedizos desaparecen rápidamente.
La inmigración masiva tiene que ver a la vez con la invasión y
con el tráfico de esclavos. Si los inmigrantes prosperan, se trata de invasión;
si les va mal, entonces es esclavitud. En ambos casos, sólo una fracción delgada
de la población saca provecho del fenómeno; se les llamará burguesía
“compradora” o “traficantes de esclavos”, a medida que se clarifique la
situación. En general, la gente de dinero valora los frutos de la inmigración
mientras que los pobres pagan el costo abrumador de ella. Pero no todos los
ricos sacan ventaja de la situación en grado igual. Los ricos, lo mismo que el
resto de todos nosotros, pueden elegir entre dos actitudes, ante la sociedad que
los crió: deberíamos dividirlos entre pastores y predadores. Los pastores se
limitan a trasquilar a sus rebaños, mientras que los predadores llevan al
matadero hasta el último cordero si el precio les conviene.
Un ejemplo de pastores nos lo ofrece la gran familia de
industriales suecos, los Wallenberg, dueños no exclusivistas de las 30 firmas
mayores de Suecia, incluyendo nueve de las 15 mayores. En conjunto, la familia
Wallenberg posee o controla más de la mitad de la economía sueca. Los grandes y
excepcionales logros de la sociedad sueca se deben a este bloque poderoso
trabajando en armonía con los sindicatos y el gobierno. La lista de los
predadores empezaría con Carl Icahn, el temido financiero y devorador de
corporaciones que arruinó a más compañías y gente que todas los que Wallenberg
jamás tuvo en su poder. La presencia de predadores sin trabas hace que los
pastores ya no puedan hacer lo que mejor saben hacer. Peor aún, los predadores
no tienen escrúpulos a la hora de llevar sus víctimas al matadero.
Los predadores utilizan la inmigración masiva como un arma
poderosa. Los inmigrantes tienen que vivir en alguna parte, de modo que el
precio de la vivienda y los alquileres suben, lo cual beneficia a los ricos. En
Israel, los dueños de edificios dividen sus viejos apartamentos en unidades
pequeñas, y se las alquilan a los inmigrantes. Así, multiplican por dos o tres
sus ingresos, mientras que la gente común del lugar no encuentra un apartamento
de tamaño decente a un precio razonable. Los inmigrantes necesitan crédito, y
los prestamistas se lo ofrecen al 20% mensual. La inmigración socava la
seguridad de los trabajadores, creando excesos de mano de obra.
El trabajo precario cuesta menos: los trabajadores están a su
disposición cuando se necesitan, y cuando no, se van. Esta es una de las razones
por las que Israel recluyó a los trabajadores palestinos en territorios
cerrados, importando chinos en su lugar. La inmigración masiva es un arma
poderosa en la lucha de clases. Al importar trabajadores potenciales, los amos y
predadores socavan las clases obreras. Se trata de importar fuerza de trabajo,
y como cualquier importación, esto baja el valor del producto local, es decir
del trabajador nativo.
Los predadores hablan de “destrucción creativa”. No les importan
las empresas que quiebran bajo el nuevo régimen. Las compañías que logran
sobrevivir pueden ser desterradas a la India simplemente con apretar un botón.
La inmigración quiebra los sindicatos. Mejor aún para los dueños, la inmigración
masiva abre un secundo frente en la lucha de clases, el del enfrentamiento entre
clase obreras e inmigrantes.
La inmigración se convierte sin remedio en una guerra para los
recursos: para el empleo, las mujeres, la comida y la vivienda. Las clases
medias sacan algunos beneficios : sirvientas más baratas, choferes más baratos,
niñeras, jardineros y sexo, todo se abarata. La internacional gay (apelación de
Joseph Massad) de clase media está a la vanguardia para apoyar la inmigración;
esto se puede explicar por un alto nivel de compasión, pero también por su
propio interés en tener un vivero de parejas de fácil acceso y barato. Los
inmigrantes no compiten con las clases medias, no viven en las mismas zonas;
tampoco les quitan a las clases medias sus trabajos. Son los trabajadores los
que cargan con el choque de esta guerra, y no les queda tiempo o energía para la
lucha de clases contra las clases poseedoras.
La inmigración conlleva otros efectos especiales, como descubrió
Robert Putnam (http://www.utoronto.ca/ethnicstudies/Putnam.pdf ). Este
investigador, bien conocido por su postura a favor de la inmigración, se vio
obligado a concluir: a medida que la diversidad étnica aumenta, la inmigración y
la diversidad étnica tienden a reducir la solidaridad social y el capital social.
En un entorno étnicamente diversificado, los residentes de todas las razas
tienden al “perfil bajo”. La confianza se debilita, incluyendo la confianza
entre gente del mismo grupo; el altruismo y la cooperación comunitaria
desaparecen, y los amigos más aún.
Es los Estados Unidos, lo mismo que en Europa, junto con la
heterogeneidad generalmente se observa que disminuyen la cohesión de la
comunidad nativa y la satisfacción, mientras aumenta la inestabilidad laboral. O
sea, que en todos los países se observa que una heterogeneidad étnica mayor
conlleva la desconfianza de las medidas sociales, y una menor inversión en
objetivos públicos, de interés común.
Putnam toma en cuenta dos mecanismos detrás del impacto de la
inmigración. La teoría del conflicto supone que “la diversidad alimenta la
desconfianza fuera del grupo y la solidaridad dentro del grupo mismo. Cuanto más
nos encontramos obligados a una proximidad física con gente de otra raza u otro
trasfondo étnico, más nos aferramos a “lo nuestro”, y más desconfianza sentimos
de “lo ajeno”. Por el contrario, la teoría del contacto dice que “ la diversidad
genera la tolerancia interétnica y la solidaridad social. A medida que tenemos
más contactos con gente distinta, superamos nuestra duda inicial y nuestra
ignorancia, y empezamos a confiar más en ellos”.
En realidad, los resultados de la investigación masiva de Putnam
fueron más pesimistas que cualquier teoría. En el contexto inmigratorio, la
gente empieza a temer a sus vecinos de toda la vida tanto como a los recién
llegados; “la diversidad no produce ‘malas relaciones raciales’ ni hostilidad
grupal hacia otros grupos definidos étnicamente, sugieren nuestros
descubrimientos. Lo que ocurre más bien es que los habitantes de comunidades
diversas tienden a retraerse de la vida colectiva, a desconfiar de sus vecinos
independientemente del color que tengan, a alejarse hasta de sus amigos más
próximos, y a esperar lo peor de su propia comunidad y sus dirigentes; así,
ejercen menos su capacidad de trabajo voluntario, se dedican menos a practicar
la caridad, y trabajan menos en proyectos colectivos, dejan de inscribirse para
votar, se agitan más en la lucha por reformas sociales, pero al mismo tiempo
dejan de creer que puedan cambiar las cosas, de modo que se limitan a rumiar su
desgracia ante el televisor.”
Esto es exactamente lo que desean los predadores; una población
atomizada, insegura, con el alma quebrada, en perpetuo estado de guerra civil
fría consigo misma. Dejan de organizarse y de proyectarse en el futuro; se
quedan quietos frente al televisor, y sufren. Y ¿quiénes son los Maestros del
Disurso que deciden el contenido de la programación televisiva? Pues los
servidores de los predadores, por supuesto.
Para defender su política de destrucción de la sociedad por la
inyección de extranjeros, inventaron y propagaron una nueva acusación mortal, la
del racismo. La gente que se resiste a aceptar la inmigración masiva que se les
impone es tachada de racista, y se le excluye de cualquier participación en el
guión televisivo impuesto de antemano. El racismo es un pecado mortal inventado
en fecha reciente por los Maestros del Discurso para disimular sus intenciones
predatorias. El racismo, tal como lo describe el diccionario (como un odio
misterioso, irracional, hacia razas supuestamente inferiores) no existe. Yo, que
soy de tez oscura, y tengo el bigote típico de la gente del Mediterráneo, nunca
me he topado con el llamado racismo en mis sesenta años de andanzas por el
mundo. Por cierto, tampoco he tratado de fastidiar a los nativos de ningún lugar
poniendo música extranjera a todo volumen, observando costumbres extrañas en
público, o con una conducta ofensiva a propósito.
Por supuesto, la gente trata de adivinar el origen del extraño.
Si me pagaran un dólar por cada vez que me preguntaron de dónde yo era, ya sería
rico. Los judíos, los tímidos mandamases de oleadas etéreas, consideran que esta
pregunta es en sí “un ataque racista, a pesar de que son ellos los que hacen la
pregunta más que nadie. La pregunta se origina en la inocente curiosidad humana,
no en el supuesto racismo: uno quiere aprovechar la oportunidad del encuentro
para confirmar la visión que uno tiene del mundo: ¿por qué será que los
italianos comen pastas? ¿Será verdad que los musulmanes quieren matar a los
infieles después de tirar bombas sobre New York el 11 de septiembre? ¿Por qué
será que los negros son los mejores en deporte? ¿Y cómo hacen los judíos para
ser tan ricos? Los únicos que se ofenden por la pregunta son los judíos, porque
son demasiado arrogantes e inseguros para reconocer que cada extranjero, no
necesariamente judío, tiene que aguantar las preguntas sobre quién es y qué es
lo que lo hace así o asá. Al contrario de la creencia popular judía, la gran
mayoría de los seres humanos (“los goy”) no piensan tanto, ni tan a menudo, en
los judíos, y seguramente no invierten ningún capital emocional en odiar a los
judíos “por ser judíos”.
A la gente le conviene aferrarse a los estereotipos, pero no se
trata del viejo racismo malo de antes (algo así como un “odio irracional”)
tampoco. Los estereotipos y prejuicios forman parte de nuestra vida como algo
legítimo, pues sirven para facilitar muchas decisiones. Por ejemplo, si uno
camina por las calles oscuras de un ghetto urbano y uno nota una barra de
muchachos sin una sola chica entre ellos, el prejuicio nos aconseja cambiar de
rumbo. Si un vago zarrapastroso le ofrece a uno venderle un reloj de oro, el
prejuicio recomienda no aceptar el negocio. Si una extranjera encantadora se
empeña en llevarle a Usted a la cama, el prejuicio sugiere con insistencia el
condón, o la fuga. La Liga Judía contra la Difamación (ADL)
plantea muy correctamente que existe un estereotipo acerca de la
“cábala maligna de los judíos” que suelen “empujar a la guerra”, así como que
“son los dueños de los medios judíos los que definen la’línea del partido’”.
Un estereotipo o prejuicio es por lo general el resultado de
muchas experiencias desagradables por parte de personas desprevenidas. Los
jóvenes de los ghettos pueden darte una paliza, el vago suele vender mercancías
poco seguras, la chica pulposa puede dejarte un recuerdo harto molesto. Y la
judería organizada sí empujó para la guerra en Irak, y ahora
están pidiendo a gritos que se bombardee a los iraníes: Daniel
Pipes, Norman Podhoretz y los de la misma calaña. Es más probable que nunca que
nuestro mandarín judío medio sea violentamente antiárabe, favorable a la guerra,
en contra de Irán, y completamente identificado con la línea oficial. Se
justifica perfectamente el estereotipo en este caso, y solamente cambiando de
actitud es cómo se libra tal o cual grupo de su estigma.
A finales del siglo 19, a los asiáticos se los estigmatizaba
como esmirriados y apocados, condenados a someterse al magno destino del hombre
blanco. No les gustaba este estereotipo a los japoneses, así que se arremangaron
y hundieron la flota rusa, antes de hacerle la misma jugada a los americanos. En
los años 1950, las mercaderías japonesas tenían fama de ser de baja calidad; no
pusieron el grito en el cielo, sino que trabajaron más duro que nunca, y ya en
los 1980, el auto japonés se volvió sinónimo de calidad. A los negros de Estados
Unidos se les despreciaba en lo intelectual, pero produjeron a Barack Obama y a
Cynthia McKinney, y al poeta SIAM, y el prejuicio ha ido quedando atrás.
Lo más cercano al engendro lexical “racismo” es el brote de odio
que nace en contextos de guerra. No es ni misterioso ni irracional, pues un
hombre que se encuentra obligado a matar o a enfrentarse ferozmente a un
semejante tiene que proteger su integridad mental en peligro, y tiene que
negarle la humanidad plena al contrincante. Durante la guerra franco prusiana y
en los conflictos siguientes entre franceses y alemanes, se desató un discurso
violento acerca de la raza respectiva de los hunos y los galos, pero esto
desapareció sin dejar huellas después de la guerra. La raza se ha utilizado en
ocasiones para racionalizar las diferencias sociales. Así, los nobles polacos
se imaginaron que eran descendientes de una raza de guerreros samaritanos,
distintos de los eslavos. Los nobles británicos se consideraban normandos, no
sajones o celtas como el pueblo. Estas fantasías se esfumaron cuando las
diferencias de clase se modificaron.
En Israel, las relaciones entre judíos y palestinos también
están deformadas por este seudo racismo. Los judíos invadieron Palestina
pretextando la condición de inmigrantes, y acorralaron a los autóctonos en
ghettos. De ambos lados uno se encuentra con un enorme discurso racista, porque
están en guerra unos contra otros, no por que exista el menor “odio irracional”
entre ellos. En el fondo de su corazón, judíos y palestinos se respetan
muchísimo. Así los judíos admiran y aceptan pagar muy caro por las casas árabes,
comen en los restaurantes árabes, prefieren el aceite de oliva árabe, mientras
que los árabes admiran el talento y la eficiencia militar de los israelíes.
Algún día los israelíes volverán en sí, y le otorgarán la plena igualdad a
todos, inmigrantes tanto como nativos. El discurso racialista acerca de los
“monstruosos judíos” y “árabes infrahumanos” se deriva de la guerra, y
desaparecerá con ella.
La inmigración puede generar este tipo de pensamiento enfangado.
Cuando la juventud obrera defiende su derecho a armar su propio futuro, puede
convertirse en víctima de un discurso infantil en términos de raza. Su verdadero
enemigo es el predador que les echa encima el torrente de los inmigrantes, pero
el predador no está a su alcance para nada. La frustración dará paso a todo tipo
de vitriolo, pero no se trata de aquel racismo seudo científico y helado de la
Alemania nazi, de Israel, y de los yankis que internaban a los japoneses. No hay
necesidad de examinar este asunto del discurso racializado como objeto de
discusión seria, porque es algo transitorio. Cuando se termina la guerra fría
que nace de la inmigración masiva, los sentimientos feos desaparecen sin dejar
huella.
El racismo no existe; un extranjero aislado, de cualquier
origen, es bien recibido en cualquier país del planeta. Unos pocos extranjeros
aportan colorido y serán bien tolerados, y bien mantenidos, por los nativos. En
la Rusia apartada de todo en el siglo 18, un etíope negro fue ennoblecido, y fue
el padre de un gran poeta ruso, Pushkin. Otro importante poeta ruso, y mentor de
un príncipe heredero, era hijo de un turco cautivo. Un marinero inglés se hizo
príncipe en el Japón de los shogunes, mientras que un judío bautizado, Disraeli,
fue primer ministro en gran Bretaña. William Dalrymple en su embrujador White
Mughals cuenta cuántos ingleses y franceses integraron la sociedad musulmana
de la India mughal, y sigue su descendencia mixta en su regreso a Inglaterra,
donde tuvieron mucho éxito. Los grupos pequeños de inmigrantes no causaban el
desplazamiento masivo de los nativos, por lo tanto nadie necesitaba ninguna
argumentación “racista” para defenderse.
En mi movida existencia, disfruté mis estancias entre los
japoneses (que tienen fama de ser terribles racistas), entre los palestinos (que
tienen muy buenas razones para temer a los extranjeros) y entre otros pueblos,
desde los ingleses hasta los tailandeses, desde los suecos hasta los malayos. Y
todos fueron hospitalarios y acogedores.
Cuando salí de Rusia y me mudé a Israel a finales de los años
1960, fui bien recibido. Sin embargo, al cabo de algunos años en que llegaban
mayores y mayores oleadas de inmigrantes rusos, dejé de ser el tipo raro, algo
exótico, para convertirme en una gota más en una inundación de extranjeros. Los
rusos judíos de pronto fueron odiados por los inmigrantes de la oleada anterior,
porque empezaron a competir por los trabajos peor pagados y por las viviendas
subvencionadas. Antes yo era una persona; al día siguiente, me miraban como un
aprovechado en busca de privilegios inmerecidos.
Los Maestros del Discurso dieron el tono del debate,
presionando aquí, aflojando tensiones en otros momentos. Lo que hacen es
controlar el debate, en provecho propio, exclusivamente. Yo siento mucha empatía
por los inmigrantes. Estuve un tiempo errante en el oleaje de la inmigración
masiva, y fue una época miserable. La inmigración masiva es un error, que se
debe evitar en la medida de lo posible. Es mejor quedarse en su propia tierra
con sus amigos de toda la vida y su idioma propio. Si uno tiene que mudarse,
entonces mejor buscarse un lugar donde los extranjeros sean escasos.
Las sociedades basadas en la solidaridad como la Unión Soviética
y Cuba no autorizaron la inmigración, ni hacia dentro ni hacia fuera, y tuvieron
razón. La inmigración destruye la solidaridad, mientras que la emigración se
lleva a los cerebros del país. Estas sociedades socialistas no tenían racismo de
ningún tipo, porque sus ciudadanos no se veían amenazados por las arremetidas
migratorias.
Yo nunca le eché la culpa de mis desgracias como inmigrante en
una corriente masiva al racismo local. Fui parte de una ola invasora, y la gente
del lugar tenía quejas muy reales por ello, porque nuestra llegada les hizo
perder algunas de sus posiciones. Después fueron llegando más y más de estas
oleadas, y ahora tenemos que pagar más aún por nuestros apartamentos, y tenemos
menos espacio para movernos.
Además, la inmigración masiva degrada el estatuto de los
extranjeros en general. Antes, los extranjeros eran gente que buscaba nuevas
aberturas mentales, o prefería vivir lejos de casa, como Joyce en Trieste, Ezra
Pound en Italia, Fennolosa en Japón, Byron en Grecia, y Nabokov en Suiza. Y sin
pretender a tanto, uno podía encontrarse todavía con “nuestro hombre en La
Habana”, y con un gran duque ruso en otras tierras. Pero ahora, por culpa de los
inmigrantes en masa, ya no tiene gracia ser un extranjero. El problema no es la
inmigración, sino la masividad de la inmigración.
La etnicidad no es un factor decisivo, a pesar del mantra
racialista. La inmigración, aun tarándose de la misma categoría étnica,
significa problemas. Los japoneses autorizan la inmigración de los descendientes
de los japoneses que se habían marchado a América latina en el siglo anterior, y
se desilusionaron mucho. Ahora les pagan una suma decente a aquellos inmigrantes
que aceptan marcharse de Japón. Y eso que son de la “misma raza”, pero es que
culturalmente se han vuelto demasiado diferentes para la sociedad japonesa y sus
costumbres basadas en la solidaridad. En Palestina, los que regresan, los hijos
de los refugiados de 1948, se quejan de que la gente, sus primos lejanos,
prácticamente, no los reciben bien. En Alemania, los que vuelven, siendo de
origen germánico, los “volksdeutsch” de Rusia y Jazastán, permanecen extraños a
la gente del lugar.
El racismo en USA es un viejo mito, pero mientras los hijos de
los ex esclavos huían masivamente al norte del sur despojado, el código del
color era imposible de evadir. Después, los americanos bombardearon Somalia, y
los somalíes huyeron a Suecia y África del sur. En Suecia, las diferencias de
color eran innegables, mientras que entre somalíes y zulúes, si no hablaban no
se distinguían unos de otros; pero como África del sur es un país más pobre que
Suecia, los africanos se opusieron a sus negros hermanos de Somalía en una
medida que ni los más xenófobos suecos podrían soñar jamás.
Después de esta lección de la vida real, el mito del racismo ya
debería desecharse definitivamente. La objeción a la inmigración no se debe a
ninguna “creencia en la superioridad racial” o al “odio racial”, sino que es una
reacción defensiva normal de las clases trabajadoras (y de aquellos miembros de
las capas altas que sienten compasión y empatían por ellos).
Ahora se entiende mejor la naturaleza de los grupos que se
llaman a sí mismos antirracistas: Antifa, Searchlight, Expo y otros parecidos.
Son las tropas de choque del predador. Acaban con los grupos de solidaridad
local. Actúan como un solvente, desintegrando la sociedad tradicional. Son
sionistas fervorosos, atienden devotamente lo que diga la ADL de Foxman; y
reciben apoyo de financieros judíos.
Habitualmente, los judíos apoyan la inmigración (salvo en
Israel, tratándose de los no-judíos) pero la preeminencia judía en el movimiento
antirracista tiene raíces más profundas; “Elevad una barrera alrededor de la
Torah”, reza el Talmud. Esto significa: estableced prohibiciones adicionales
para resguardar el mandamiento importante. Por ejemplo, un mandamiento prohíbe
cosechar frutas el sábado; la “primera barrera” prohíbe trepar a un manzano el
sábado, porque de lo contrario, el trepador podría llevarse una manzana. La
“secunda barrera” prohíbe treparse a ningún árbol, de modo que nadie se
acostumbre a hacerlo nunca. A los judíos nos les gusta que se refieran a ellos
en un contexto desfavorable, y por eso hacen la promoción de la “barrera”: no te
refieras a ningún grupo étnico en un contexto desfavorable. Se atormentan
pensando que aquellos que hallan defectos en los negros hoy puedan mañana
encontrarles defectos a ellos, los judíos. El discurso entero sobre “racismo” y
sobre el “otro” no es más que una baranda pensada para defender a los judíos de
la cualquier señalamiento crítico.
Los judíos lo tienen en mente, y no toman en serio la
prohibición a la hora de atacar a sus enemigos, pues no se trata de algo real,
sino de una simple barrera edificada para que no se digan cosas desagradables
sobre ellos, nada más. Por eso un dirigente judío como el ministro de defensa
israelí Ehud Barak no tiene reparos en llamar a los palestinos “el virus”, y no
sale un solo antirracista importante a protestar. Para los judíos, el
antirracismo es una figura retórica, un recurso para sofocar las críticas de los
no judíos, en ningún caso una ley que deban observar ellos mismos.
Los activistas antirracistas también lo saben perfectamente, y
su preocupación principal es defender a los judíos, que son los que pagan, al
final de la jornada. Si atacan a una persona por ofender a un grupo no judío,
uno puede estar segura que esta persona también ha hablado mal de los judíos. Si
David Duke se limitara a los negros en vez de soltarse de lengua sobre los
judíos también, lo más probable es que no le pasaría nada. Si Horst Mahler sólo
arremetiera contra los turcos, no estaría preso. Hasta el enemigo declarado de
los inmigrantes de piel aceitunada, el primer ministro holandés Geert Wilders,
hace una gira por USA y el Reino Unido con apoyo de los judíos, y los
antirracistas no reaccionan mucho.
En Alemania, los antirracistas se arropan abiertamente en la
bandera israelí: “lo que todos compartimos es el apoyo a Israel y la lucha
contra el antisemitismo, el fascismo y el sexismo”, dice el director del
**Conne** Island** Christian Schneider, de 26 años. Un buen ejemplo de la
actividad proisraelí de los antirracistas en Leipzig es la campaña pública
contra el porte del pañuelo palestino, el keffiyeh, que fue un tiempo prenda
esencial del vestuario de cualquier activista europeo de izquierda. “¿Qué te
pasa, tienes un problema con los judíos o es que sientes frío en el cuello?”,
era el lema de la campaña organizada por el centro en años recientes. La campaña
apuntaba a impedir que los jóvenes llevaran lo que el centro percibía como un
símbolo de identificación con los palestinos y con el antisemitismo,
según Haaretz.
Los grupos antirracistas franceses se apoderaron del discurso en
su país, y tienen la culpa de que el fanático de Usrael Sarkozy haya tomado el
poder. Al diputado francés
Georges Freche
lo echaron de su partido porque dijo que el equipo nacional de fútbol de Francia
no debería ser tan negro. Pero esta frase que se aparta de lo políticamente
correcto, no deja de reflejar el sentido común. Claro que el equipo nacional de
fútbol de Francia no debería ser todo o mayormente de origen extranjero, de la
misma forma que los periodistas y locutores faro de la televisión francesa no
deberían ser todos o mayormente judíos.
Poco antes de las últimas elecciones francesas, yo escribía: “si
los socialistas franceses siguen siendo tan estrictos con sus miembros, van a
borrarse del mapa como los dinosaurios; y de Segolene Royal no quedará nada
salvo el nombre de quien frenó el avance de Le Pen para abrirle el camino a
Sarkozy”. La funesta profecía se ha vuelto realidad: Sarkozy ganó las elecciones
e hizo de Francia un instrumento de la OTAN, deshaciendo el gran espacio de
libertades que De Gaulle había conquistado. Este fue el gran éxito conseguido
por los vocingleros antirracistas, la quinta columna del Predador.
Los antirracistas franceses pretenden ser antisionistas; pero su
tarea principal es defender a los judíos de cualquier crítica. Terminaron
apoyando a Sarkozy a pesar de sus tendencias “socialistas”. En el caso de Gran
Bretaña, Gilad Atzmon escribió abundantemente acerca de los antirracistas judíos
ingleses y los cripto sionistas. Su defensa de los inmigrantes está supeditada a
la defensa de los judíos, pero no cabe duda de que apoyan la inmigración masiva.
La inmigración masiva es ruinosa porque acorrala a la población
local, y la vida empeora para todos salvo para la capa más adinerada. Es una
simple cuestión de proporción de territorio por persona, y eso es malo. Esta
observación requiere explicaciones no raciales. ¿Por qué, entonces, algunos
grupos opuestos a la inmigración vuelven a sacar tontos eslóganes racialistas?
Es una victoria de los Maestros del Discurso. Han logrado
convencer a casi todo el mundo que oponerse a la inmigración es racista. Y los
políticos que están contra la inmigración han aceptado esta noción estúpida. Tal
vez sea más fácil tolerar este argumento subjetivo que combatirlo. Los grupos
más decididos integraron a los racialistas, porque no querían abandonar su
misión primaria por divisiones artificiales. El resto se apocó, en espera de un
salvador que actuaría contra la inmigración con el beneplácito de los amos, los
Maestros del Discurso.
El pueblo acepta la noción de racismo por dos motivos. Uno,
porque les repiten constantemente que deben creer en eso. De la misma forma, han
aceptado que fumar es un hábito mortal y repugnante, que sólo los comunistas
infames pueden querer un sistema de salud pública, y que a los ricos no se les
debe cobrar impuestos. El pueblo es impresionable, y no puede resistir un ataque
masivo de los medios masivos.
Hay otro motivo además. Mucha gente siente un orgullo general
por sus antepasados, es una cuestión simple de vanidad. Para las clases altas,
esto radica en el
Debrett’s, la guía de la
etiqueta británica; para las clases medias, el árbol genealógico es la
referencia habitual. Se trata de una vanidad mansa; husmeamos entre las
historias olvidadas en busca de lo que pueda aparecer como las raíces nobles,
sacerdotales y poderosas de nuestra familia. La creencia en una raza blanca
superior no es más que una versión simplificada del árbol genealógico, que le
conviene a la gente que no puede descubrirse ningún linaje noble. Cuando se le
den a estas vanidades familiares su lugar como pasatiempo curioso y nada más,
cuando nuestros mejores compatriotas renuncien a sus títulos honorarios, cierren
sus clubes de falsa alcurnia y tiren a la basura el libro de la Lipstadt contra
“La trampa mortal de la asimilación”, entonces solamente podrán dedicarse a
observar la paja en el ojo del vecino común.
Los que se ven acusados de racistas deberían aprender de los
judíos, que expulsan a los inmigrantes,
combaten el mestizaje y la asimilación,
prohíben a los palestinos traer a una esposa de afuera, pero
añadiendo siempre:
“esto no es racismo”.
Ya que son los expertos, aceptemos su veredicto. Apliquemos la lección del
chiste judío: un rabino se retrasó en un viaje, y se acercaba la hora del
shabbat; entonces rezó y se produjo un milagro: fue shabbat donde quiera, pero
dentro del Cadillac del rabino, seguía siendo viernes. De la misma forma,
oponerse a la mezcla de sangres, la miscegenación, es racista, pero
milagrosamente, deja de serlo cuando
de judíos se trata.
Otra forma común del supuesto “racismo” es la preferencia que se
otorgan los nativos a expensas del extranjero. Es una conducta perfectamente
normal y normativa. Es un a actitud recomendada por la Biblia, porque protege
las relaciones íntimas entre una persona y su suelo. En una oración judía, se le
pide a Dios que llueva y que desatienda los rezos del extranjero que pida
sequía. Un nacionalismo moderado es la mejor guardia para la tierra; y no hay
porque atormentarse: cosi fan tutti, todos hacen lo mismo.
Los comentarios
“racistas” son del nivel del chisme feo, se trata de una mala costumbre. Es un
pecado, y es un pecado tentador el hablar mal de otros. Pero puede ser bonito
maldecir de los galos cobardes y comedores de ranas, como lo hicieron los
diarios de USA en 2003.Y no deja de ser gracioso burlarse del inglés barato que
hablan los yankis, como lo hizo un poeta británico. Tiene su encanto despreciar
a los suecos tan rubios y tan limpios, como lo hizo un redactor del Jerusalem
Post. También lo tiene el hablar mal de la soberbia de los judíos, como Céline o
TS Eliot lo hicieron. Es humano quejarse de los hombres porque son bestias,
odiar a las mujeres porque son unas incapaces, querer echar a los niños porque
son ruidosos, y encontrar a los viejos repugnantes porque tienen arrugas. Uno
también tiene derecho a expresar que los inmigrantes son una calamidad, porque
te hacen trampa en la venta de autos de segunda mano. Es algo tan refrescante
como una copa de vino blanco después de revolcarse en las tibiezas melosas de lo
políticamente correcto. Además es una ocupación que no hace daño, tan divertido
como un intercambio entre los confidentes de Sara Jessica Parker. Sólo que uno
no debería excitarse con eso. Hay una diferencia clara entre libertinaje
espiritual estilo Oscar Wilde y escupitajo obsesivo.
Hablar mal de la
gente es pecado, pero también son pecado la codicia, la glotonería, la lujuria,
la envidia y el orgullo. Y no sabemos de ningún político expulsado de un partido
socialista, por ejemplo, por redactar la columna gastronómica en un diario, o
por dar un consejo en el mercado bursátil, o por marchar en un desfile de
carnaval con los gay, o por comprarse un auto nuevo para deslumbrar al vecino.
Existen leyes “contra el odio”, pero no “contra el orgullo”.
Se le da el
nombre de racista hoy en día a todo aquel que cultiva el amor a su tierra y su
comunidad. La filósofa Simone Weil sería de lo más racista según este punto de
vista, porque era enemiga de todo lo que fuera separar al hombre de sus raíces.
Obsérvese que todo el que defiende la inmigración defiende el desarraigo. Si te
dicen: eres un racista, porque te opones a la inmigración masiva, hay que
contestar : y tú eres el veneno del desarraigo”, como hizo Simone Weil. También
se puede argumentar: “eres un instrumento de los predadores”, o “estás de parte
de los terratenientes y financieros”, porque será cierto.
La oposición a
la inmigración masiva no significa considerar a los inmigrantes como enemigos.
En Francia, Inglaterra y Austria me he encontrado con inmigrantes bien
integrados que comparten plenamente nuestra idea de que hay que poner freno a la
inmigración. Gente que ya ha fundado su nueva casa y su nueva familia en una
tierra nueva, pero que no quiere actuar como cabeza de puente de una invasión.
Cada país de Europa tiene infinidad de hijos de inmigrantes; hasta los francos,
que le dieron su nombre a la antigua Galia, eran inmigrantes. Alejandro Dumas
era el nieto de un esclavo negro. Es imposible descubrir un fondo puro apartando
supuestas impurezas, pues no somos gatos siameses. Pero todo tiene un límite:
hay que frenar la inmigración por varios motivos que no tienen nada que ver con
el imaginario “racismo”.
Para lograrlo,
no bastan los controles en la frontera. La agresión económica contra África y
América latina debería cesar. Las guerras agresivas en Afganistán, Pakistán,
Irak, Palestina, deberían cesar. Los europeos deben garantizar la seguridad de
Irán si no quieren tener que recibir a unos diez millones de refugiados más. La
sincera amistad hacia los iraquíes debería expresarse, no por una “marcha
antirracista” en París, sino ayudando a los iraquíes a restaurar su soberanía y
prosperidad arruinadas por la ocupación yanki, ayudándolos a echar las tropas
extranjeras, ayudando a los refugiados a volver a su patria. Los “antirracistas”
se parecen a gente que besa al hambriento en vez de ofrecerle pan, que abraza a
un enfermo en vez de curarlo.
En breve, el
“racismo” es un invento, una acusación infamante pero absurda, creada por los
Maestros del Discurso, los dueños de la palabra. Los ecos racialistas que
escuchamos todos los días mientras seguimos amontonados frente al televisor son
derivativos, nacidos del propio discurso hegemónico. Los amos han declarado que
la oposición a la inmigración es racismo. Hasta la oposición más frontal ha
integrado este axioma falso en sus planes y estrategias. Mientras no percibamos
este subterfugio, permanecemos atrapados en una agobiante filosofía subjetiva
que es ofensiva para el sentido común. Mientras no empecemos a inyectar dentro
del discurso el tema los verdaderos peligros inherentes a la inmigración masiva,
mientras no logremos ignorar o desinflar las consignas vacías de los
desarraigadores, seguiremos perdiendo cada batalla, y los Sarkozy de este mundo
seguirán de fiesta.
Traducción y
notas : María Poumier.
Texto original:
http://www.israelshamir.net/English/immigration.htm