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Las elecciones de Bielorrusia en el espejo de Wikileaks

Por Israel Shamir

 

Primera parte, Minsk

 

 

Una vez más, Wikileaks acaba de regalar una prueba positiva para desvelar un misterio. No es un caso que dé pie para titulares rimbombantes, pero ilustra muy bien cómo el  Departamento de Estado puede orquestar disturbios en un tranquilo país de Europa oriental. Estando de observador internacional en las elecciones de diciembre 2010 en Bielorrusia, fue testigo a la vez de la votación ordenada, y del motín escandaloso. Esta es la historia de Bielorrusia y de cómo se utilizaron los dólares para subvertir y enredar a esta pacífica república constitucional.

 

1. El telón de fondo

 

Bielorrusia en diciembre es la tierra del invierno extremo; una diáfana ninfa de los bosques norteños enfundada en blancura deslumbrante, pues no podría andar desnuda con semejante frío. Fuera de la ciudad, la vista se pierde en la extensión blanquísima, que rompen solamente algunas casitas en torno a su iglesia. Las carreteras desiertas sólo las vivifican  algunas liebres blancas que surgen del helado entorno y manadas de gansos salvajes que atraviesan la capa de nubes. Todo es de color alba, en ese país, como si procurara justificar el nombre de Belarus, que significa Rusia Blanca. Los llamados Rus eran los Estados vikingos establecidos en el área eslava hace mil años, de modo que Bielorrusia está vinculada para siempre al Gran Rus de Rusia.

 

La gente allí no es muy diferente de sus vecinos rusos, pero tiene su carácter propio, lo mismo que los norteños de Yorkshire difieren de los sureños de Somerset, en Inglaterra. Son leales y pacíficos, ordenados, obedientes y saben aguantar. La frontera escasamente poblada fue campo de batalla entre Oriente y Occidente durante siglos; la última guerra le costó un tercio de su población a Bielorrusia, la mayor proporción de pérdidas de todos los países afectados por la segunda guerra mundial. Minsk, la capital, resultó totalmente destruida, estilo Fallujah, por la Luftwaffe. En el pasado, sus bosques y pantanos sepultaron como en una trampa mortal las divisiones de vanguardia de la SS germánica; hoy día están en paz, bendecidos por las nevadas.

 

Después de tanta blancura virgen, Minsk se nos aparece sorpresivamente civilizada y a la medida del ser humano; fue reconstruida en los cómodos años 1950, y remozada hace poco con esmero. Las calles están limpias y adaptadas a los peatones, hay cafés acogedores con estufas candentes, y la prensa inglesa en cada mesa. Un ancho y alegre árbol de Navidad señala la plaza mayor, convertida en área de patinaje para las vacaciones, surcada por lindas chicas con faldas blancas y rojas bufandas, que dan vueltas todo el día con jóvenes elegantes. El lugar está abierto a todos y gratis, como en Escandinavia. En realidad, Bielorrusia es simétrica, en la Europa oriental, de los Estados socialistas escandinavos de antaño; pero mientras suecos y daneses se empeñan en desmantelar sus sistemas de protección social, Bielorrusia sigue resistiendo la tentación de la privatización.

 

Hay que esperar mucho rato hasta toparse con el primer policía, generalmente un simple encargado del tráfico. No hay la menor seña de Estado policíaco ahí; ni misteriosos vehículos negros, ni manejos furtivos, ni jetas largas estilo soviético, ni vulgaridades post soviéticas. La juventud luce amistosa, abierta, con estilo propio. Las calles están llenas de gente, pavimentadas y limpias. El presidente de Bielorrusia, ese mismo al que el Departamento de Estado llama el último dictador de Europa, pasea libremente entre sus paisanos.

 

Pero ¿qué es un dictador, en estos tiempos? Se usan palabras fuertes para calificar a dirigentes de estatura mundial, pero las palabras mismas han sido redefinidas. Para ganarse el título de “dictador”, parecería que basta con que tal o cual dirigente simplemente desatienda los avisos del FMI. Si un líder decide no alinearse con la OTAN, ya lo pueden tachar de “dictador sangriento”. Se nos ha dicho que Fidel Castro es un dictador, y que Chávez es un dictador, así como Ahmadineyad. Los que se le clavan al imperio Usiano como espinas al costado, al cabo de cierto tiempo, pasan al rango de monstruos, como fueron Stalin y Mao. A Bielorrusia misma le corresponde uno de estos títulos especiales: hay que calificarla de “estado rebelde”. Cuando lograron despedazar a la Unión Soviética en bocados fáciles de digerir, la diminuta Bielorrusia fue la que eligió mantener en alto la bandera soviética, las armas soviéticas, y el estilo moral soviético. Bielorrusia no se apresuró como otros países para tirar por la borda lo que era estable y benéfico dentro del sistema soviético. Mientras otros países sufrieron bajo la privatización impuesta por el FMI, Bielorrusia tomó un camino lento y constante para ponerse al día de manera inteligente, restaurando sus industrias y ciudades. Y a fin de cuentas, Bielorrusia está tan actualizada como cualquier otro país del Este.

 

2. 19 de diciembre 2010

 

Me encontraba en Bielorrusia para observar las elecciones presidenciales, y confieso que anhelaba algún pequeño percance que me sacase del aburrimiento. El resultado de las elecciones no era dudoso. La gente feliz, con pleno empleo, está satisfecha con su gobierno. Sabían muy bien lo que había pasado en los países vecinos que se habían atenido al FMI, y no sentían ninguna necesidad ideológica de adentrarse por semejante senda oscura. Pero siempre hay alguna gente que se deja mover más por los dólares que por el patriotismo, y a esa gente es a la que yo estaba velando. Siempre se puede contar con la turba de los esnobistas pro occidentales para protestar contra lo que la mayoría elija. En Irán, protestaron después de la victoria electoral de Ahmadineyad. En Palestina protestaron cuando Hamás llegó al poder por el voto popular. Y lograron trastocar el voto en la vecina Ucrania en 2005, pues allí las bandas naranja lograron usurpar la presidencia durante unos cinco años. Si no logran convencer a la gente con dólares occidentales, entonces simplemente organizan motines y tratan de tomar el poder por la fuerza.

 

Estuve todo el día observando a la los bielorrusos haciendo cola para ir a votar. Hablé con muchos de ellos. Su presidente Lukachenko es un Chávez de Europa oriental, que se aferra tozudamente a la vía socialista. Es amigo de Hugo Chávez y del régimen de Fidel Castro, y le compra el petróleo a Venezuela y Rusia, haciendo negocios con los chinos, y procurando mantener buenas relaciones con los vecinos. El pueblo lo conoce, y sabe lo que cabe esperar de él. Casi nadie tenía idea siquiera del nombre de los candidatos de oposición. Había carteles oficiales colgados en cada centro de votación, y llevaban el nombre y la foto de cada candidato, pero estos extranjeros y sus consignas supuestamente apetitosas no tenían impacto en el espíritu nacional.

 

Las elecciones fueron tan limpias como cualquier otra en Europa, y las vigilaron cientos de observadores internacionales; ninguno notó la menor irregularidad. El voto es personal y secreto, y la gente suelta sus boletas sin miedo. Hasta los analistas más pro occidentales coincidieron, como Alexander Rahr, de Alemania: y Lukachenko ganó las elecciones con un estruendoso 80% de votos a favor. Las encuestas de opinión a la salida de las urnas arrojaron resultados semejantes. Quiérase o no, él fue el que ganó.

 

Entonces, una vez que los noticieros empezaron a transmitir los resultados de las encuestas, fue cuando las fuerzas de oposición en Minsk –unas 5000 personas como máximo– empezaron a marchar desde la plaza mayor hacia las oficinas del gobierno. Iban caminando en paz, y no atrajeron mucha presencia policial. Semejante marcha habría atraído a muchos más destacamentos de policías en Londres o en Moscú. El gobierno  esperaba que se juntaran en la plaza. Pero no se esperaban que ¡esa gente bien vestida empezara a asaltar el edificio donde se estaba haciendo el recuento de los votos! De pronto esta manifestación de gente urbana, educada y bienuda, rompió ventanales y puertas en un esfuerzo por invadir el edificio. Para todos los testigos presentes estaba claro que esto no era nada espontáneo, y que se trataba de una tentativa organizada para destruir boletas y así invalidar la elección.

 

La transmisión en directo de los asaltantes metiéndose en el edificio chocó a la república entera. Al pueblo bielorruso le interesa mantener una sociedad ordenada y aferrada a la ley. Semejante momento siempre es el momento de la verdad para la autoridad: los desafíos ilegales deben ser contestados en el acto, con fuerza plenamente legal. La policía cumplió con su deber, se enfrentó a la violencia y detuvo a los revoltosos. Pero Bielorrusia no es China, y aquello no fue Tiananmen; ni siquiera se pareció a los motines de Seattle o Gothenburg. No hubo un solo muerto; todo terminó en un revuelo comparable a lo que provocaría el club Manchester United, digamos los fan de Luton después de una paliza por el club de York. Y sin embargo, de pronto, como impulsados por un taco de billar, mis colegas, los periodistas del centro de prensa, empezaron a enviar cables histéricos subrayando el espantoso baño de sangre causado por la policía secreta del último dictador. Gracias a Dios, los bielorrusos son demasiado amantes del orden para caer en tales excesos. Hasta el partido comunista de oposición aprobó la aparición de las fuerzas antimotines. Una amenaza contra una elección regular es una amenaza para todos, es un reto a la base de cualquier democracia.

 

Mi cínico amigo el profesor de la universidad local, quien no simpatiza con Lukachenko (pues el presidente es un bobo y es aburrido, en su opinión) me dijo lo siguiente: la oposición tenía que hacer un buen show para justificar los subsidios y apoyos que recibe. Los dólares manan del departamento de Estado, de la fundación NED, de Soros y la CIA, apuntando a socavar el último régimen socialista de Europa. Todo este dinero mantiene a los líderes de la oposición en su estilo de vida habitual, pero de vez en cuando se supone que hagan una demostración de carácter.

 

Lo novedoso es que Wikileaks ha revelado cómo es que ese dinero no declarado fluye de los cofres yankis hacia la llamada “oposición” bielorrusa. En el  cable confidencial VILNIUS 000732, con fecha 12 de junio 2005, un diplomático USAmericano informaba  el Departamento de Estado que la aduana lituana había detenido a una empleada bielorrusa de una empresa contratada por USAID, por sospechas de tráfico de dinero. La persona fue detenida cuando intentaba salir de Lituania hacia Bielorrusia con

US$ 25,000 encima. Además, reconoció que ya había sacado un total de US$ 50,000 de Lituania, en dos viajes anteriores.

En caso de que no te resulte obvio todavía, estimado lector, estos dólares son simplemente la punta del iceberg de moneda que sale de los impuestos que pagan los ciudadanos norteamericanos para financiar a la oposición bielorrusa. Un oficial lituano confesó que el gobierno de Lituania utiliza “individuos y caminos variados para enviar dinero a ciertos grupos en Bielorrusia, incluyendo a sus diplomáticos”. Lukachenko siempre ha mantenido que los Estados Unidos han gastado millones de dólares para desmantelar el gobierno de la diminuta Bielorrusia. Los representantes oficiales de Occidente lo han desmentido automáticamente. La prensa occidental hizo bromas con ello, con titulares por el estilo de : “el sangriento dictador critica a la oposición por codearse con los yankis”. Y ahora tenemos la prueba escrita del estipendio, en un cable confidencial de una embajada yanki al Departamento de Estado yanki. Ya es algo innegable.

 

3. Las artes mágicas de Lukachenko

 

¿Por qué será que los Estados Unidos necesitan pagar a la gente para que se oponga a Lukachenko? ¿Cuál es el secreto que opera detrás de Lukachenko? Fue elegido democráticamente en 1994 en el momento justo en que se estaba desintegrando la Unión soviética. En un sentido, fue capaz de transformar un colapso caótico en desenlace feliz. Detuvo la privatización, le garantizó pleno empleo a todos, combatió y derrotó al crimen organizado; en resumidas cuentas, logró preservar el orden y mantuvo intacta la red de protección social existente. Para un visitante occidental, Bielorrusia es un Estado menor que funciona bien, en medio de Europa oriental, no lo ve muy diferente de sus vecinos bálticos. Pero para el que llega de Rusia o Ucrania, sus vecinos inmediatos, es el Shangri-la, el tope del desarrollo post soviético al que hubieran podido haber llegado ellos. Ellos también, como los bielorrusos, podrían tener calles limpias, pleno empleo, tiendas abastecidas con productos locales, una policía que no sea corrupta y extorsionista, pensiones para los jubilados, e igualdad en lo económico. 

 

Lukachenko acabó con el tipo de esquemas de privatización del FMI que ha dejado a sus vecinos en ruinas. En Rusia, unos pocos cronies del entonces presidente Yeltsin (como el multimillonario ahora preso Jodorkovsky) se robaron industrias enteras, minas de hierro y yacimientos de petróleo. Mucho de ello, se lo vendieron a las compañías occidentales que saquearon la Europa oriental en un arranque de rapacidad que no había tenido esas dimensiones desde la visita de Hernán Cortés a América. Mientras los rusos del montón perdían sus trabajos, sus hogares y sus servicios sociales, los oligarcas superricos empezaron a comprar edificios y tierras en el barrio rico de Londres Belgravia  y en la Costa Azul, grandes yates y equipos de fútbol. Fue el presidente Putin el que puso un parón a este desmadre organizado por el FMI y salvó a Rusia, pero nadie se olvidará jamás de la pesadilla de los “espantosos años noventa”.

 

El crimen organizado es un gran problema en el espacio post soviético. Apenas el mes pasado, los ciudadanos rusos se enteraron de que un gang había impuesto su ley sobre el próspero distrito de Kuban, violando y asesinando a su antojo durante años, mientras gangsters y policías compartían crímenes y despojos. Pero en Bielorrusia, no hay crimen organizado, ni estructuras secretas estilo mafia. “Los gangster se dieron a la fuga en los noventa”, me dijeron los habitantes. Los policías no cobran coima en Bielorrusia,  cosa con lo que no pueden ni soñar los habitantes de ninguna de las otras repúblicas ex soviéticas. Lukachenko consiguió la lealtad de la policía con garantizarle a sus jubilados pensiones decentes, muy por encima del promedio, y eliminando sin compasión a todos los corruptos.

 

En Bielorrusia no hay oligarcas. El socialismo rige solamente para los mayores proveedores de empleos; la propiedad privada y el negocio privado se respetan plenamente. Los hombres de negocios locales me dijeron que hay muy poca corrupción, y mucho menos que en los países vecinos. Hay mucha gente próspera, pero no hay superricos; muchos coches espléndidos en las calles de Minsk, pero son mucho menos y más de ensueño los coches en Moscú, donde sólo hay una alternativa: andar en Bentley o a pie. Los viejos coches soviéticos han desaparecido casi.

 

Bielorrusia no padece conflictos nacionales, étnicos ni religiosos. Las iglesias católicas y ortodoxas comparten la misma plaza; las muchas mezquitas y sinagogas fueron edificadas siglos antes de que surgiera el multiculturalismo. Oriente siempre ha sido multicultural: campesinos ortodoxos, nobleza católica, negociantes judíos, y jinetes tátaros ya vivían juntos en Bielorrusia mucho antes del siglo XV cuando esta tierra era parte del gran ducado de Lituania, el Estado de mayores dimensiones entonces en Europa. La lengua antigua de Bielorrusia era la de los germanos, y los guerreros bielorrusos –junto con los soldados polacos y rusos– derrotaron a los cruzados en los campos de Grunwald hace 500 años.

 

Los opositores a Lukachenko intentaron jugar la carta étnica que tan buena les salió en Ucrania y en Lituania, poniendo a pelear entre sí a gente tradicionalmente aliada. Promovieron el nacionalismo bielorruso y el viejo idioma bielorruso, pero les salió mal, no cuajó el conflicto que deseaban. Su visión beatífica de un renacimiento sobre bases étnicas será algo muy poético, como el del país de Gales, pero esa gente práctica se niega a librar batalla por eso.

La economía estilo soviético implementada por Lukachenko preservó las fuentes de producción local, y junto a las importaciones idénticas en el mundo entero, uno descubre que los artículos vitales los abastece el mercado nacional. Hay queso bielorruso, leche, pan y vegetales de allí, y los visitantes rusos van allá a cargar con estos productos sanos, exquisitos y baratos, para llevárselos a casa. La industria también permaneció intacta, mientras el FMI pastoreaba a los vecinos para acorralarlos en un estatuto tercermundista, con un apresurado proceso de desindustrialización. Bielorrusia sigue produciendo de todo, desde televisores hasta tractores, desde camiones gigantes hasta ropa de moda diseñada por Yves Saint-Laurent.

 

En Bielorrusia no hay partidos políticos. No es que haya un enorme partido dominante como en Rusia, ni tampoco el sistema dual de el bueno y el malo al estilo USA. No hay partidos, sencillamente. Y no es que estén prohibidos, sino que no se han desarrollado. Esta era una de las grandes ideas de Simone Weil, la filósofa francesa post-marxista, amiga de T. S. Eliot, que los habría repudiado a ambos, por cierto.

 

Bielorrusia representa un modelo exitoso e interesante de desarrollo económico. Le recuerda al mundo que un legislador sabio puede salvar a un país. Esta lección es  especialmente adecuada a nuestro tiempo desde que el FMI se dedica a desparramar la bancarrota y los países en quiebra. Ya el mundo considera el FMI y demás inversores internacionales con sospecha. El monetarismo conlleva la bancarrota. La agresión militar, en la que confiaba Bush, ha fracasado. Estamos viviendo la era de la post crisis. La búsqueda de otras vías de desarrollo ha empezado. La gente se ha puesto a reflexionar: ¿acaso no puede haber otro camino mejor? Pues sí, Bielorrusia puede indicar el camino.

 

Uno de los logros mayores de Bielorrusia es que fue capaz de rechazar a las multinacionales. Durante los veinte años de asaltos occidentales en el mundo entero, ese pequeño país fue capaz de preservar sus riquezas. Es una lección muy importante para muchos países. Tal vez Bielorrusia no hay producido un solo Abramovich, pero el país es un auténtico hogar para millones de ciudadanos llanos que están bastante satisfechos.

 

Pues sí, la gran mayoría del pueblo bielorruso está contento con su estilo de vida. Sus salarios son modestos, a la par de los de la vecina Rusia pero no tienen desempleo, y no se atormentan pensando que su lugar de trabajo se viene abajo pronto. Ciudades nítidas, comida barata, calefacción y alquiler bien subsidiados, el transporte bien organizado. No se muestran obsecuentes con Wall Street, con Golman Sachs, el Pentágono o los Maestros del Discurso. Son fuente de espiritualidad para sus vecinos, lo cual es una prueba viva de que no se debió destruir la Unión Soviética, que el socialismo puede funcionar, y que a menudo funciona mejor que el capitalismo financiero.

 

Esta es la razón, precisamente, por la cual los malvados quieren destruir a Bielorrusia.

El país está aislado de Occidente: es muy difícil para un bielorruso visitar esos países, porque la Unión europea, o sea los vecinos y primos,  no les da visa. Polonia es especialmente hostil: los polacos fueron los amos coloniales de Bielorrusia, y se consideran a sí mismos como los portadores de los deseos occidentales hacia el este. Los visados cuestan carísimo según los estándares locales. El único aeropuerto internacional está prácticamente vacío; hay muy pocos vuelos entrando o saliendo.

 

Las relaciones con Rusia distan mucho de ser perfectas. Los oligarcas rusos han hecho lo posible para apoderarse de las reservas, las industrias y los oleoductos bielorrusos. Lukachenko resistió a los atracadores de New York o Berlín, y no tiene intenciones de entregar las joyas nacionales a los asaltantes de Moscú. El resultado es cierta tensión. Mientras hay mucho que decir a favor de una estrecha alianza con Rusia,  Bielorrusia se percata claramente de que hay un oligarca emboscado detrás de cada sonrisa rusa. Mientras más logre Rusia amordazar a sus oligarcas voraces, menos suspicacia habrá entre los dos países, menos veneno socavando sus afinidades naturales y mutuo apoyo.

 

Por ahora, Lukachenko prefiere jugar un juego complicado con la Unión Europea, aceptando discutir una posible entrada de Bielorrusia en la Europa unificada. No es imposible, pues económicamente Bielorrusia está mucho mejor que la mayor parte de los Estados de Europa oriental que ya son miembros de la Unión europea.

 

El país tiene relaciones amistosas con Venezuela y Cuba, con China y Vietnam. Es un país socialista, pero un socialismo blando, con mucho espacio para la empresa privada y las libertades personales. Bielorrusia ha encontrado una vida nueva al preservar y desarrollar los elementos del socialismo que más desacreditados estaban en los primeros años de la década de los noventa. Con la creciente pérdida de esperanza en el FMI, de pronto el socialismo vuelve a asomar con paso confiado, ropaje nuevo, y cargado de nuevas esperanzas. Es una maravilla que Bielorrusia se las haya arreglado para seguir avanzando en la cuerda floja entre libertad y responsabilidad en medio de una unión que se desintegraba y teniendo que luchar contra la interferencia extranjera. La lección para los vecinos rusos es especialmente válida, e incluso conmovedora. El analista político ruso Seguey Kara Murza dijo que el sistema bielorruso podría servir como maqueta para la resurrección del Estado socialista.

 

Sus palabras me recordaron la historia de la mezquita del Cristo de la Luz. Cuando el rey Alfonso VI (como reza la leyenda) entró triunfalmente cabalgando en Toledo en 1085, su caballo se hincó de hinojos ante la puerta de la mezquita. Un rayo de luz guió entonces al rey curioso hasta una recámara secreta donde descubrió que una vela había estado ardiendo detrás de la mampostería durante tres siglos y medio bajo el mando musulmán, iluminando un crucifijo oculto. Era una clara señal de que el cristianismo no dejaría de volver, aún después de un tiempo muy largo y muy oscuro. Cuando el socialismo triunfe de nuevo, los vencedores descubrirán la lámpara del socialismo alumbrando todavía desde Bielorrusia.

  

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